El poder seguía ardiendo en torno a Eira, convirtiendo el bosque en un torbellino de luz y destrucción. Cada ráfaga que escapaba de su cuerpo hacía temblar la tierra, y los soldados, incapaces de resistir más, habían huido hacia la distancia.
El general permanecía de pie, pero incluso él no se atrevía a dar un paso adelante.
En medio de ese caos, una figura se movió con dificultad.
Kael.
Con sangre corriendo por su frente y el hombro herido, se levantó tambaleante. Cada paso hacia Eira era un suplicio, como si caminara contra un huracán. La energía lo golpeaba, quemaba su piel, lo hacía retroceder, pero él continuaba.
—Eira… —murmuró, con la voz apenas audible—. Mírame.
Ella lo oyó entre el rugido de la magia. Giró la cabeza, y lo vio acercarse, con el rostro desfigurado por el dolor, pero con la mirada fija en ella.
—¡No, aléjate! —gritó, desesperada—. ¡Te haré daño otra vez!
Kael negó con la cabeza, avanzando un paso más, casi arrastrando sus piernas.
—Si pierdes el control… si este poder te consume… no habrá nada de ti. Y yo no… no puedo vivir en un mundo donde no estés.
Las palabras atravesaron la tormenta de Eira como una flecha.
Sus manos temblaron, y por un instante la luz vaciló, como si dudara.
Kael, jadeando, extendió una mano hacia ella. Su brazo temblaba, cubierto de sangre y polvo, pero sus ojos eran firmes.
—Eira… vuelve conmigo. No eres la magia. No eres la maldición. Eres la mujer que amo.
Eira sintió un golpe en el corazón, más fuerte que cualquier descarga de energía. Lágrimas resbalaron por sus mejillas, y con un grito desgarrador, cerró los ojos y buscó dentro de sí misma.
El poder rugía como un mar embravecido, pero la voz de Kael era un faro, un hilo de plata que la mantenía a flote.
Poco a poco, la luz comenzó a disminuir. Las ráfagas se hicieron más débiles, el aire menos opresivo.
Y finalmente, con un suspiro ahogado, la energía se extinguió, dejándola caer de rodillas en el suelo.
Kael alcanzó a sostenerla antes de que se desplomara. Ambos quedaron abrazados, exhaustos, temblando, rodeados por el silencio devastado del bosque.
El general los observaba, con la espada aún en la mano, pero sin moverse. Había visto cómo un amor prohibido había domado lo que generaciones de guerreros jamás pudieron controlar.
Y en su interior, aunque jamás lo admitiría en voz alta, algo parecido al miedo lo atravesó.