El amanecer llegó filtrándose por las grietas de la montaña, tiñendo las piedras del santuario con un resplandor rojizo. El guardián aguardaba en el centro de la sala principal, su silueta recortada contra el altar oscuro.
—Ha llegado el momento, portadora —dijo con voz grave—. La primera prueba revelará quién eres en verdad.
Eira respiró hondo, mientras Kael permanecía a un lado, con el ceño fruncido, incapaz de apartar la mano de la empuñadura de su espada.
El guardián extendió las palmas hacia ella.
—Cierra los ojos. No luches contra lo que veas. Acepta lo que nazca de tu fuego.
Al instante, Eira sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Una oscuridad absoluta la envolvió, y en ella comenzaron a brillar pequeñas llamas, como brasas dispersas. De cada una surgieron voces susurrantes.
—Monstruo…
—Traerás la ruina…
—Eres la condena de todos.
Eira temblaba, llevándose las manos a los oídos.
—¡No! ¡No soy eso!
Las llamas se unieron y tomaron forma. Surgieron figuras conocidas: aldeanos que huían de ella, soldados con los ojos llenos de odio, e incluso la sombra del general, sonriendo con crueldad. Todos avanzaban hacia ella, acusándola, llamándola maldición.
—¡Basta! —gritó, intentando retroceder.
Pero entonces, entre las figuras, apareció alguien más. Una silueta que la paralizó: Kael.
Sus ojos brillaban con la misma hostilidad que los demás.
—Eira… tu fuego nos matará a todos. Ni siquiera yo podré salvarte.
El corazón de Eira se quebró.
—No… tú no…
Las lágrimas le nublaban la vista mientras la ilusión de Kael desenvainaba su espada, avanzando hacia ella.
Eira cayó de rodillas, el miedo atenazando su pecho. Pero en ese instante, algo ardió dentro de ella: una chispa de furia, de negación.
—¡No! —rugió, alzando las manos.
De su interior brotó un torrente de llamas azuladas que arrasó con las sombras. El Kael ilusorio se deshizo en cenizas, y las voces se apagaron una a una, dejando un silencio absoluto.
De pronto, Eira abrió los ojos y se encontró de nuevo en el santuario. Estaba jadeando, con el cuerpo cubierto de sudor, y una tenue luz azul aún danzaba en sus manos.
Kael corrió hacia ella, tomándola de los hombros.
—¡Eira! ¿Qué sucedió?
El guardián observaba con atención, con un brillo enigmático en sus ojos.
—Ha enfrentado el primer velo: el miedo a sí misma y a lo que puede perder. No ha caído… pero tampoco ha vencido del todo.
Eira lo miró con rabia y determinación.
—No pienso perder. Ni contra mi poder, ni contra quienes quieran usarlo.
El guardián sonrió, satisfecho.
—Entonces prepárate. Las pruebas solo se volverán más duras.