El silencio del santuario fue quebrado por un estruendo de pasos metálicos. Antorchas iluminaron la entrada, y pronto las figuras comenzaron a descender por el corredor: soldados con armaduras oscuras, portando las insignias del Reino del Acero. Tras ellos, encapuchados con símbolos grabados en sus túnicas: los inquisidores.
Kael se irguió con dificultad, interponiéndose frente a Eira.
—No es buen momento para visitas… —murmuró, apretando los dientes.
Uno de los soldados avanzó, señalándolos con la punta de su lanza.
—¡Por orden del alto consejo, quedan bajo arresto! La portadora ha despertado la llama prohibida. El equilibrio está en riesgo.
Eira apretó los puños, el calor latiendo bajo su piel.
—¿Equilibrio? El guardián intentó matarnos, ¡y lo derrotamos!
Un inquisidor dio un paso al frente, su voz resonando con frialdad.
—Y al hacerlo, has liberado un poder que no debía volver a este mundo. La llama eterna corrompe, siempre lo hace. No permitiremos que su destino se repita.
Kael lanzó una carcajada amarga.
—¿Repetirse? ¿De qué demonios hablan?
El inquisidor se detuvo, observando fijamente a Eira.
—El hombre que viste en las brasas… no fue el primero. Hubo otros antes que él. Todos terminaron consumidos. Todos destruyeron lo que amaban.
Eira sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Yo no seré como ellos.
El soldado levantó su arma.
—No tendrás oportunidad de probarlo.
De pronto, entre el grupo, una joven soldado titubeó. Tenía el rostro parcialmente oculto por el casco, pero sus ojos brillaban con duda.
—Espera —intervino—. Si realmente hubiera perdido el control, este santuario ya estaría reducido a cenizas.
El inquisidor la fulminó con la mirada.
—¿Dudas del juicio del consejo, soldado?
Ella bajó la mirada, tensando la mandíbula, pero no respondió.
Eira lo notó. Alguien allí no estaba convencido. Alguien que, tal vez, podría escuchar.
Kael alzó la espada, tambaleándose pero con determinación.
—Si quieren llevarla, tendrán que pasar sobre mí.
El aire se llenó de tensión. Eira dio un paso al frente, fuego dorado rodeando sus manos como brasas vivientes.
—No más cadenas. No más juicios. Si insisten en tratarme como un monstruo… tendrán su monstruo.
Las antorchas temblaron, como si temieran al fuego que ella convocaba.
Y así, el santuario, que había sido un lugar de prueba, se convertía ahora en el campo de una nueva batalla.