La noche era serena, demasiado en calma después del caos del santuario. El viento frío peinaba los árboles y la luna bañaba el bosque en un resplandor pálido. Eira y Kael corrían entre la maleza, sus pasos amortiguados por la tierra húmeda.
De pronto, un sonido profundo, como un rugido distante, quebró el silencio. No era bestia alguna de la tierra: venía del cielo.
Kael se detuvo en seco, levantando la mirada.
—No puede ser…
Eira alzó los ojos. Entre las nubes, siluetas colosales se movían, como sombras que bloqueaban la luna. Alas inmensas batían con fuerza, y cada aleteo provocaba un viento que doblaba los árboles.
Dragones.
No uno. No dos. Al menos cuatro surcando la oscuridad, con escamas que reflejaban la luz nocturna en destellos verdes, azules, rojos y negros.
Cuando descendieron, el suelo tembló. Los árboles se inclinaron, hojas volando por todas partes. Cada dragón llevaba un jinete, sus armaduras brillando con símbolos que Eira no reconocía.
Uno de ellos, de cabello plateado y mirada severa, desmontó primero. Su dragón de escamas azules rugió, levantando una ola de viento helado.
—Así que es cierto —dijo con voz profunda—. La portadora de la llama eterna camina de nuevo.
Eira dio un paso atrás, el fuego latiendo en su interior.
—¿Quiénes son ustedes?
Una mujer de cabellos negros, montada sobre un dragón rojo como el fuego líquido, sonrió con una mezcla de ironía y desafío.
—Somos los jinetes del pacto. Guardianes del equilibrio que tu fuego amenaza.
Kael apretó la empuñadura de su espada, interponiéndose.
—¿Guardianes? No veo guardianes, solo verdugos.
El hombre de cabello plateado clavó su mirada en él, sin inmutarse.
—El consejo ya ha dictado sentencia. Pero no somos inquisidores ciegos. Queremos ver con nuestros propios ojos si eres una amenaza… o esperanza.
Los dragones bufaron, el aire se llenó de chispas, hielo y humo. Eira sintió cómo el peso de esas miradas caía sobre ella. No eran simples soldados. No eran enemigos comunes. Eran rivales dignos, poderosos, quizá los únicos capaces de comprender la magnitud de lo que ardía dentro de ella.
La mujer del dragón rojo inclinó la cabeza con cierta diversión.
—No temas, portadora. Aún no hemos decidido si matarte… o protegerte.
Eira apretó los puños, el fuego dorado iluminando sus manos.
—Entonces decídanse rápido. Porque no pienso volver a huir.
Los dragones rugieron al unísono, estremeciendo el bosque entero, como si la luna misma fuera testigo del choque que estaba por comenzar.