El silencio del bosque se quebró cuando el dragón rojo lanzó un rugido que encendió el aire como una llamarada viva. La jinete de ojos oscuros sonrió con una ferocidad peligrosa.
—Veamos si la portadora es digna de su título.
El dragón batió las alas y una ola de fuego se precipitó hacia Eira y Kael.
Kael reaccionó al instante, empujando a Eira detrás de él y levantando la espada.
—¡Eira, ahora!
Ella cerró los ojos, dejando que la llama eterna fluyera. Sus manos ardieron en dorado y alzaron una muralla de brasas incandescentes. El fuego del dragón chocó contra ella, extendiéndose en una explosión que iluminó todo el bosque como si fuera de día.
El dragón azul descendió, su jinete levantando la lanza.
—Tu fuego resiste… pero, ¿qué hay de tu espíritu?
Del cielo cayó una tormenta de hielo, cada fragmento afilado como una espada.
Kael se lanzó hacia adelante, desafiando la nevada mortal. Con su espada cortó trozos de hielo antes de que alcanzaran a Eira. El frío le mordía la piel, pero sus ojos permanecían fijos en protegerla.
—¡Concéntrate, Eira! ¡Eres más fuerte que ellos!
El dragón negro, más silencioso que los demás, rodeó la escena con un vuelo bajo. Su jinete, encapuchado, apenas murmuró palabras que oscurecieron el aire. Sombras vivientes comenzaron a deslizarse por el suelo, serpenteando hacia las piernas de Eira.
Ella sintió que la oscuridad quería arrastrarla, sofocar su fuego. Por un momento, el miedo casi la venció. Pero recordó la voz de Kael, el peso de su mano sobre la suya cuando dijo que no estaba sola.
El fuego dorado estalló en oleadas desde su pecho, quemando las sombras como papel.
—¡No volveré a ser prisionera!
Los dragones retrocedieron, sorprendidos por la intensidad de esa luz.
Entonces ocurrió algo inesperado. El dragón verde, el más joven de los cuatro, se quedó inmóvil, observando a Eira con ojos brillantes. Su jinete, una mujer de cabellos trenzados, inclinó la cabeza con gesto pensativo.
—Su llama… no se siente corrupta —susurró—. No como las historias.
La jinete del dragón rojo siseó con molestia.
—No te dejes engañar. El fuego siempre consume.
El hombre del dragón azul alzó la mano, haciendo que los demás se detuvieran.
—Basta. Ya hemos visto lo suficiente.
El bosque quedó en silencio otra vez, salvo por las brasas que chisporroteaban en torno a Eira. Los cuatro dragones se erguían imponentes, pero ninguno volvió a atacar.
El jinete del dragón azul la miró directamente a los ojos.
—Eres fuerte. Demasiado fuerte para ser ignorada. Pero aún no sabemos si tu fuego salvará este mundo… o lo condenará.
La mujer del dragón rojo sonrió con frialdad.
—Y cuando lo sepamos, portadora, será demasiado tarde para ti.
Con un batir de alas, los dragones se elevaron hacia el cielo, dejando tras de sí un aire cargado de tensión.
Eira cayó de rodillas, jadeando, mientras Kael la sostenía.
—¿Lo ves? —susurró él—. Resististe.
Ella lo miró, con lágrimas en los ojos y brasas aún en sus manos.
—Kael… ¿y si tienen razón? ¿Y si un día el fuego me consume?
Él le acarició el rostro, firme.
—Entonces yo estaré ahí para recordarte quién eres.
La luna los cubrió con su luz, mientras el eco de los dragones aún resonaba en la noche.