El bosque se extendía como un laberinto interminable mientras avanzaban bajo la guía del hombre de ojos dorados. Cada paso los alejaba del claro incendiado, pero el rugido lejano de las bestias no cesaba.
Eira sentía la tensión en el aire, como si la noche misma contuviera la respiración.
—Nos siguen… —murmuró, con la llama ardiendo débilmente en sus manos.
El guardián asintió sin volverse.
—Los dragones tienen un vínculo con tu fuego. No dejarán de buscarte.
Kael apretó los dientes, la espada lista.
—Entonces luchemos aquí mismo.
El anciano negó con calma.
—Aún no. Tu deber es sobrevivir.
Un aleteo ensordecedor rompió el aire: el dragón negro descendió entre los árboles, su jinete empuñando una lanza cubierta de runas. Los árboles estallaban como ramitas bajo su peso.
Eira y Kael retrocedieron, preparados, pero el guardián avanzó sin miedo.
—¿De verdad creen que la oscuridad puede doblegar al fuego eterno? —rugió con voz imponente.
Entonces, levantó su brazo marcado. La piel se iluminó y, en un instante, una columna de fuego azulado emergió desde el suelo, elevándose como una muralla que cortó el paso del dragón.
El jinete lanzó un grito de sorpresa mientras la bestia retrocedía, cegada por aquel fuego que no reconocía.
Kael observaba, asombrado.
—Ese fuego… no es como el de Eira.
El guardián sonrió con amargura.
—Es el eco del fuego eterno, lo que aún me queda después de fallar.
El dragón negro rugió de nuevo, furioso, y se abalanzó contra la barrera. El choque hizo temblar el suelo, pero el fuego del guardián no cedió.
Eira sentía cómo su propia llama respondía al poder del hombre, como si ambos estuvieran conectados.
—¡Déjame ayudarte! —gritó, alzando sus manos.
El guardián giró hacia ella, serio.
—No. Aún no comprendes tu fuego. Si lo fuerzas, te consumirá.
De pronto, un segundo rugido: el dragón rojo apareció desde el cielo, lanzando una llamarada ardiente hacia ellos. Kael empujó a Eira a un lado, esquivando por un pelo el mar de fuego.
El guardián levantó ambas manos, y su columna de fuego se expandió en un círculo, formando una cúpula protectora alrededor del grupo. Las llamas enemigas chocaron contra ella, pero no lograron atravesarla.
Por un instante, el bosque entero se iluminó con dos fuegos enfrentados: el rojo de la destrucción y el azul del guardián.
Los jinetes, frustrados, hicieron que sus dragones ascendieran de nuevo a los cielos.
—No importa cuánto resistas, viejo —vociferó el del dragón rojo—. Tu tiempo acabó.
El guardián respiró hondo, sudando por el esfuerzo, pero mantuvo la barrera firme hasta que los rugidos se desvanecieron en la lejanía.
Finalmente, bajó los brazos y el fuego se extinguió. Cayó de rodillas, exhausto.
Kael corrió a sostenerlo.
—¿Estás bien?
El anciano asintió, jadeante.
—Esto apenas fue un retraso. Pero ahora saben que no viajas sola, portadora. Irán con más furia.
Eira lo miró con mezcla de gratitud y temor.
—Tu poder… es increíble.
El guardián sonrió débilmente.
—No es poder. Es deuda. Y hasta que la pague… mi fuego nunca se apagará.
Mientras retomaban el camino, Eira comprendió que aquel hombre cargaba más de lo que decía. Y que, quizás, el santuario no solo guardaba respuestas para ella… sino también para él.