El Reino De Las Llamas Prohibidas

Capítulo 47 – Alas de Guerra

El silencio tras la prueba era tan frágil que casi parecía un sueño. El estanque había vuelto a la calma, reflejando un cielo despejado, y las runas de los pilares se apagaban poco a poco.

Eira y Kael apenas tuvieron un instante para respirar cuando un rugido desgarró el aire.

Kael alzó la mirada.

—No… no puede ser.

Eira siguió su gesto y su corazón se encogió.

Por encima de las montañas, descendían dragones negros y carmesíes, batiendo sus alas como tormentas vivientes. Sus jinetes llevaban armaduras marcadas con el emblema de los reinos enemigos: lanzas de hierro negro, escudos brillantes y ojos llenos de odio.

El guardián ya no estaba para protegerlos. Esta vez, estaban solos.

Los dragones rodearon el valle como un anillo de fuego y sombras. Uno de los jinetes, con armadura dorada y una cicatriz que le cruzaba el rostro, levantó su lanza hacia ellos.

—¡Por orden del rey, entreguen a la portadora de la llama eterna! —gritó, su voz amplificada por magia.

—¡De lo contrario, no quedará piedra sobre piedra en este santuario!

Kael desenvainó su espada, colocándose frente a Eira.

—Tendrán que atravesarme primero.

Eira lo tomó del brazo.

—Kael… son demasiados.

Los dragones descendieron, lanzando llamaradas que incendiaron los pilares. El santuario, antaño sagrado, se transformó en un campo de guerra. El rugido de las bestias se mezclaba con el silbido de las lanzas arrojadas desde el aire.

Eira alzó las manos y el fuego respondió a su llamado, surgiendo en un muro ardiente que desvió la primera embestida. El calor era tan intenso que el mármol mismo comenzó a resquebrajarse.

Kael cargó contra uno de los jinetes que había caído al suelo, cruzando espadas en un duelo brutal. Cada choque de acero resonaba como un trueno.

Uno de los dragones se lanzó directamente sobre Eira, abriendo sus fauces. Ella retrocedió, sintiendo cómo el miedo la congelaba… hasta que recordó la voz del guardián:

"El fuego no se rinde a la soledad…"

Inspiró profundo, y con un grito, liberó una llamarada dorada desde su interior. La lengua de fuego impactó contra el dragón, obligándolo a batir sus alas y retroceder entre alaridos.

Kael, sangrando pero firme, la miró con una mezcla de asombro y orgullo.

—Esa es mi Eira.

Pero por cada enemigo derribado, dos más aparecían. El santuario entero temblaba bajo el poder de los dragones. Los cielos ardían, las piedras caían, y el estanque comenzaba a agitarse como si algo más quisiera emerger.

El jinete de la cicatriz levantó su lanza otra vez, apuntando a Eira.

—¡La heredera no saldrá viva de aquí!

Y los dragones cargaron al unísono.

Kael corrió hacia Eira, tomándola de la mano en medio del caos.

—¡No podemos ganar esta batalla, Eira! Si nos quedamos, moriremos aquí.

Eira apretó los dientes, mirando alrededor: fuego, enemigos, destrucción. Y en medio de todo, Kael, dispuesto a dar la vida por ella.

—Tienes razón… pero no huiremos como presas.

Sus ojos ardieron, y el fuego dorado brotó de su cuerpo como alas.

—Volaremos como la llama eterna.

En ese instante, el santuario respondió. El estanque liberó una columna de luz que se abrió como un portal entre dimensiones. El guardián no estaba… pero su poder aún resonaba allí, ofreciéndoles un camino de escape.

Kael la miró, sorprendido.

—¿Un portal?

Eira asintió, extendiendo la mano hacia él.

—Es nuestra única salida. Confía en mí.

Kael la tomó sin dudar.

—Siempre.

Y juntos, envueltos en fuego y luz, se lanzaron al portal justo cuando los dragones caían sobre ellos.

El santuario explotó en un rugido de llamas y piedra.




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