El altar temblaba bajo sus pies. Las espadas ardían como fuego vivo, esperando la decisión que sellaría su destino.
Eira sentía que el aire se le escapaba de los pulmones. Tenía la espada alzada, pero el filo le pesaba como si cargara con todos los pecados de su mundo. Frente a ella, Kael la miraba con una intensidad que quemaba más que cualquier llama.
—Eira —dijo él, su voz firme, sin una sombra de duda—. Yo no nací para la paz de los reinos, ni para las cadenas de sus leyes. Nací para encontrarte.
El corazón de Eira estalló en lágrimas y fuego al mismo tiempo.
—Kael… si elegimos esto, arrasaremos con todo.
Él dio un paso hacia ella, el filo de su espada brillando.
—Entonces que arda el mundo, pero que arda con nosotros juntos.
Thalyss alzó una mano, el cielo del Reino Velado rugió como un océano en tormenta.
—Si desafían la balanza, no habrá retorno. Sus pueblos sangrarán, sus nombres serán maldecidos, y el Reino entero caerá en caos.
Eira miró a Kael. En sus ojos vio no un príncipe enemigo, ni al guerrero que le había jurado guerra, sino al hombre que había caminado con ella por el dolor, que había enfrentado la sombra, que había sostenido su alma cuando flaqueaba.
Ella bajó la espada, pero no para rendirse. La cruzó con la de Kael, uniéndolas sobre el altar.
—Si este es nuestro destino… lo abrazo contigo.
El altar estalló en un resplandor cegador.
La luz los envolvió como un huracán dorado. Las espadas se fundieron en una sola, y de su unión brotó una llama que no era ni del fuego de Kael ni de la luz de Eira: era algo nuevo, algo nacido del vínculo prohibido.
El Reino Velado tembló, como si el mismo tejido de la realidad se desgarrara. Thalyss retrocedió, con un brillo ambiguo en sus ojos, mezcla de ira y respeto.
—Han roto las cadenas —susurró—. Y con ello, han condenado y liberado a la vez.
Las visiones regresaron: los reinos en guerra, los ejércitos marchando, las tierras en llamas. Pero esta vez, en el centro de ese caos, había una llama que brillaba distinta: el eco de dos corazones que habían elegido desafiar a todo.
Eira tomó la mano de Kael, apretándola con fuerza.
—No sé qué vendrá… pero lo enfrentaremos juntos.
Kael la besó con furia, mientras el Reino entero rugía a su alrededor.
—Juntos, aunque los dioses nos odien.
El altar se desmoronó bajo sus pies, y el sendero de luz se quebró. El Reino Velado se fragmentó como un espejo, y ellos cayeron hacia el vacío, hacia la realidad que los esperaba: un mundo en llamas, pero también un mundo donde su amor ardía como la chispa de un nuevo comienzo.
No había marcha atrás.
El amor había vencido.
Y con él, empezaba la guerra.