El vacío los arrojó sin piedad. Cayeron envueltos en un torbellino de luz y sombras, hasta que finalmente, sus cuerpos tocaron tierra firme.
Eira abrió los ojos jadeando. Estaba de vuelta en su mundo, bajo un cielo encendido de rojo. El aire olía a humo, a ceniza. Los bosques estaban ardiendo. A su lado, Kael se incorporó, aún con la espada fusionada entre sus manos, su brillo ardiendo como un fragmento de sol caído.
—Lo logramos —susurró él, tomando la mano de Eira—. Pero nada es igual.
Ella miró el horizonte y lo comprendió. Alzándose sobre los valles, miles de antorchas brillaban como estrellas en marcha. Eran ejércitos. Su pueblo. El de Kael. Ambos movilizados hacia la guerra.
El eco del Reino Velado había cumplido su advertencia.
Caballos galopaban, estandartes ondeaban. Eira reconoció el escudo de su padre, el rey que había jurado jamás permitir que su hija se uniera al enemigo. Y en la distancia, los dragones de Kael surcaban el cielo, escupiendo fuego que hacía temblar la tierra.
Todo se dirigía hacia una batalla inevitable.
Eira apretó los labios.
—Ellos no lo entenderán.
Kael colocó una mano en su mejilla.
—Entonces tendrán que verlo con sus propios ojos.
Ella sostuvo la espada fusionada entre ellos.
—¿Crees que esto… —sus dedos acariciaron la hoja ardiente— puede ser suficiente para cambiar el curso del destino?
Él sonrió, cansado pero desafiante.
—No sé si es suficiente para cambiar el destino… pero es suficiente para abrirnos paso.
La primera línea de soldados emergió de los bosques. Arqueros tensaron sus cuerdas, lanzas se alzaron hacia el cielo. Los ojos de ambos ejércitos estaban fijos en ellos. En la princesa y el príncipe. En los traidores.
Un rugido recorrió el aire. Y entonces, en medio de la tensión, Kael alzó la espada en alto. El filo ardió, iluminando todo el valle como si el sol hubiese bajado a la tierra.
Los soldados retrocedieron, confundidos. El poder que emanaba de esa unión no pertenecía a ningún reino, ni a ninguna criatura conocida. Era nuevo. Era prohibido.
Eira habló, su voz clara como una campana en el silencio de la guerra:
—¡Escúchenme! Hemos caminado por la muerte, enfrentado las sombras y roto las cadenas de los dioses. No somos enemigos, ni verdugos. Somos el puente que temen. ¡Y no retrocederemos!
Las palabras resonaron como un trueno. Algunos rostros entre las filas temblaron, otros apretaron los dientes con rabia.
Thalyss apareció, invisible para todos menos para ellos. Su figura etérea se alzó en lo alto de una colina, observándolos en silencio. No había ira en sus ojos ahora, sino una extraña aceptación.
—El Reino ya no los reclama —dijo con voz de eco—. Son libres. Pero la libertad siempre tiene un precio.
Eira y Kael no respondieron. Sabían cuál era ese precio: el inicio de una guerra que solo ellos podrían intentar detener.
Se miraron una última vez, antes de enfrentar el futuro. En medio de dos ejércitos enemigos, de dragones y estandartes, de miedo y esperanza, se estrecharon las manos.
No eran princesa ni príncipe. No eran enemigos ni aliados.
Eran amor.
Eran llama.
Eran el comienzo de una nueva era.
Y cuando avanzaron hacia los ejércitos, el mundo entero tembló con ellos.