El Reino de los Desechados

Nacimiento en la Grieta

No hubo luz en el comienzo, solo la presión de la roca y el rumor de lo que bulle bajo la piel del mundo. El infierno no nace entre fuegos eternos, sino en la negrura más profunda, allí donde los dioses olvidaron mirar y el dolor adquiere forma. Y allí, en la grieta más honda y perdida, algo despierta.

Al principio, solo hay sensación. Un estremecimiento de carne sobre carne, como si el propio abismo sudara sueños rotos y se los pegara a la piel. No hay cuerpo todavía, solo conciencia de ser arrastrado, arremolinado, modelado por fuerzas demasiado antiguas para tener nombre.

Seimel–todavía sin nombre, solo un fulgor débil atrapado en el lodo– siente primero el frío. Es un frío sin memoria, sin consuelo, el frío de los espacios vacíos que preceden a la creación. Después llega el peso, la densidad de la roca presionando contra su no-cuerpo, y, finalmente, la humedad de una sangre que no es sangre, sino lava oscura que palpita en venas secretas.

Escucha antes de ver. El mundo comienza como un eco, lejano, arrastrado por túneles donde la piedra grita en lenguas muertas. Palabras que atraviesan la médula de lo nuevo, susurros de bestias y de cosas que se alimentan de sueños ajenos.

Siente entonces el primer espasmo, la primera rotura: la corteza del infierno se abre con un quejido y una mano, monstruosa y temblorosa, se asoma a la grieta. No es suya, sino de una de las parteras del abismo, esas criaturas de huesos negros y ojos hundidos que sólo existen para traer al mundo lo que nunca debería haber nacido.

Ellas le arrancan de la piedra con la violencia de una tormenta de cuchillas. No hay ternura, ni palabras dulces; solo el chirrido de huesos y el hedor de la ceniza. La criatura cae al barro, su forma todavía maleable, indefinida, un amasijo de extremidades que no encuentran su lugar. El dolor es la primera lección: existir es doler.

Las parteras cuchichean, dan vueltas a su alrededor. Una hunde un dedo largo en su pecho, buscando un pulso, una chispa. Otra le huele el aliento, aspirando el vapor de sus sueños. No hablan con palabras, sino con gruñidos y chasquidos que llenan la estancia de tensión eléctrica. Algo no está bien.

—Demasiado tibio —masculla la mayor, una anciana de piel como carbón resquebrajado—. Demasiado… suave.

Seimel intenta gritar, pero de su boca solo sale una baba viscosa, un río de ecos que ni siquiera él entiende. Tiene recuerdos, o quizá son fragmentos de memoria ajena, chispazos de imágenes: un río iluminado por lunas, una voz que canta en la distancia, el roce de la hierba bajo unos pies que no son los suyos. Pero aquí solo hay piedra, ceniza y carne dolorida.

—No es de los nuestros —gruñe la más joven, alzando la cabeza como si olfateara peligro—. No del todo.

Las parteras lo examinan con más recelo. Hablan de la semilla, de la grieta, de las profecías que prometen la ruina o la salvación según quién las escuche. Hablan de la última vez que algo nació así, y cómo ardieron siete reinos hasta que se hundieron en el silencio. Una de ellas saca un cuchillo hecho de hueso y empieza a tallar símbolos en el aire. No lo toca, pero Seimel siente el filo en el alma.

A lo lejos, más allá del muro de roca, el infierno respira. Hay un zumbido, como de millares de insectos hambrientos. Algo espera, acecha, desea. Las parteras no lo ven, pero él sí: formas deformes pegadas a la piedra, ojos brillando en la oscuridad, ansiosos por devorar al recién nacido.

Pero él no quiere morir. No aún. Aunque no entienda por qué, algo arde en su centro, una resistencia sorda y sin nombre. Se arrastra por el barro, intenta apartarse de las parteras, busca la grieta por la que vino, como si pudiera volver atrás y no haber nacido. Pero el infierno no perdona, y la vida, una vez invocada, no retrocede.

Las parteras se cansan de esperar. Una le arranca la máscara de piel que cubre su cara, otra le clava una garra en el corazón, buscando el núcleo. Hay decepción en sus gestos, asco en sus bocas torcidas.

—No servirá —sentencia la mayor, con voz de trueno apagado—. No sobrevivirá la noche.

Entonces, lo dejan allí, a la intemperie del abismo, esperando que lo devoren las bestias menores, o que la fiebre lo consuma. Pero mientras la oscuridad lo envuelve, Seimel escucha, por primera vez, una voz en su interior. No es la de las parteras, ni la de los demonios que acechan, sino una voz suave, desconocida, como el eco de un recuerdo prohibido:

—Recuerda, aunque nadie lo haga. Resiste, aunque duela. No eres sólo carne del infierno.

Y esa chispa, ese secreto, lo mantiene despierto mientras, alrededor, el mundo se estremece con la promesa de la ruina.

El tiempo es un animal herido en el infierno. Pasa lento y salvaje, doblándose sobre sí mismo, lamiendo las heridas de los recién nacidos y dejando marcas que jamás se borran. Seimel permanece en el barro, tiritando, mientras su cuerpo va tomando forma: huesos largos y flexibles, piel grisácea atravesada de venas oscuras, ojos como lunas apagadas. El dolor le acompaña, pero hay un tipo de curiosidad callada en él, una necesidad de mirar, de comprender.

El entorno es un útero de pesadilla: las paredes rezuman una savia negruzca, y de vez en cuando algo se arrastra por las hendiduras, dejando tras de sí un rastro de escarcha y ceniza. Hay raíces que no deberían estar ahí, colgando del techo como dedos sedientos; criaturas diminutas, casi transparentes, reptan sobre el barro, mordiendo cualquier cosa que se mueva. El aire huele a cobre y a promesas rotas.

Una de esas criaturas —una especie de larva con ojos diminutos y dientes translúcidos— se acerca a él. Seimel la observa, con una mezcla de miedo y fascinación. La larva se detiene, olfatea el aire, y parece reconocer algo en su interior. Durante un instante, sus ojos se encuentran. El demonio recién nacido ve su reflejo en la superficie húmeda de la criatura: no es un monstruo, ni un ángel, solo una posibilidad quebradiza.



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En el texto hay: demonios, fantasia oscura, demonios y magia

Editado: 30.07.2025

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