El sol apenas se alzaba en el horizonte, tiñendo el cielo de un tenue anaranjado, cuando Eldric Halven alzó su martillo una vez más.
¡Clac! ¡Clac!
La madera crujía bajo los clavos, firme y obediente. Ya había levantado los cimientos de dos casas sencillas: una con techo de paja y otra aún sin paredes completas. Las estacas delimitaban otras futuras viviendas, y a su lado había montones de piedra y vigas rústicas que Maelis había traído con ayuda de un viejo carromato.
Maelis, con los brazos cubiertos de hollín, golpeaba con una pequeña maza el marco metálico de una puerta.
—Podrías construir más rápido si no insistieras en hacerlo todo tú solo —refunfuñó, limpiándose el sudor de la frente.
—Si esta ciudad va a durar, cada tabla tiene que estar bien colocada —respondió Eldric, sin detenerse—. No tengo derecho a pedirle a alguien más que trabaje si no doy el ejemplo primero.
¡Clac!
El martillo bajó una vez más, firme, constante... pero Eldric se detuvo al alzar la vista hacia las colinas del este. El viento traía consigo un olor agrio, mezcla de sudor, sangre seca y polvo. Y luego los vio: figuras avanzando lentamente por el camino de tierra.
—Maelis… —dijo en voz baja, soltando el martillo.
Ella se giró, siguiendo su mirada. Los dos se quedaron en silencio.
Un grupo de unos ocho hombres y mujeres avanzaba tambaleante. Llevaban armaduras desgastadas, cubiertas de barro, algunas con grietas profundas. Sus capas estaban rasgadas, y uno de ellos incluso caminaba descalzo. Todos tenían el rostro curtido por la fatiga y los ojos vacíos, como si hubieran dejado algo atrás… o a alguien.
Al frente iba un joven de cabello rubio y rostro afilado, que cojeaba visiblemente. A su lado, una mujer con el brazo vendado sostenía un estandarte roto del Reino de Velmora.
—Son soldados... —murmuró Maelis—. O lo que queda de ellos.
Eldric dio un paso al frente, dejando atrás su herramienta. Caminó hacia el grupo, deteniéndose a unos metros.
—¡Alto ahí! —gritó el joven rubio, sacando una espada mellada que apenas podía sostener—. No... no nos obliguen a luchar...
—No queremos pelear —respondió Eldric, levantando las manos—. Este es un terreno libre. Yo soy Eldric Halven. Esta tierra es mía… y si buscan refugio, pueden quedarse.
La mujer con el estandarte bajó la cabeza, exhausta.
—¿Refugio...? ¿Aquí?
—Estoy construyendo una ciudad. No tengo mucho, pero hay comida. Agua. Y trabajo. Si pueden ayudar a construir... pueden quedarse —Eldric los observó con firmeza, sin temor—. Nadie será rechazado si viene en paz.
El rubio cayó de rodillas, vencido por el cansancio.
—Mi nombre es Kael Morric... sargento del Tercer Batallón de Velmora. Tharion nos rodeó en el paso de Dolwen. Somos todo lo que quedó…
La mujer alzó la mirada.
—Soy Liora Vanth, curandera de campo. Gracias por… por esto.
Maelis se acercó con una cantimplora y algo de pan. Liora la aceptó con manos temblorosas.
—Soy Maelis —dijo ella, con voz suave pero firme—. Aquí todos trabajamos. Cuando se recuperen, habrá un martillo, una pala o una cocina esperando.
Kael asintió.
—Si esta ciudad nace de la guerra… que entonces sea su antítesis. Un hogar.
Eldric extendió la mano hacia él.
—Bienvenidos a Las Lomas de Arthel. Aún no es una ciudad... pero con ustedes, está un paso más cerca.
Kael estrechó su mano. En ese momento, en lo alto del cielo, un cuervo volvió a graznar. Las sombras de la guerra se cernían sobre Aenor… pero también, por primera vez en mucho tiempo, un pequeño rayo de esperanza brotaba entre la tierra removida.