*LORD AUREN*
La nieve caía con un silencio solemne, cubriendo los jardines de la mansión Auren en un manto blanco perfecto. Desde mi oficina, la vista del invierno era serena, casi engañosa, pues el peso de la incertidumbre hacía imposible disfrutar de la quietud. Habían pasado dos meses desde que Thyra partió hacia la capital. Dos meses sin recibir una sola carta, un solo reporte. En todo este tiempo, lo único que habíamos recibido eran rumores escasos sobre la situación en la frontera norte. El silencio era un enemigo cruel, y la preocupación constante me había convertido en un extraño en mi propia casa.
Los criados evitaban interrumpirme cuando estaba en mi oficina, y mi esposa, entendía que prefería enfrentar esta ansiedad en soledad. Sin embargo, la verdad era que no podía dejar de pensar en mi hija. Desde niña, Thyra siempre había sido determinada, incluso obstinada, pero también tenía una fuerza que inspiraba. Por mucho que tratara de convencerme de que era capaz de manejar cualquier peligro, la ausencia de noticias era un peso insoportable.
Perdido en mis pensamientos, mi mirada vagaba entre los árboles cubiertos de nieve. Entonces lo vi. A lo lejos, en la carretera que conectaba con la mansión, se alzaban banderas con el emblema de nuestra casa. El estandarte negro y dorado ondeaba con orgullo bajo la brisa helada, pero algo dentro de mí se agitó. No era el regreso que había esperado. Junto a las banderas venían dos grandes carruajes escoltados por soldados. Algo no estaba bien.
Justo cuando mi mente intentaba procesar lo que veía, la puerta de mi oficina se abrió de golpe. Me giré de inmediato y vi a mi esposa, de pie en el umbral. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos brillaban con una mezcla de esperanza y preocupación.
"Están aquí", dijo, con la voz temblorosa. "Thyra... los soldados han vuelto."
Asentí lentamente, sin apartar la vista de su rostro. Ella estaba tratando de convencerse a sí misma de que este era un buen augurio, pero ambos sabíamos que algo estaba fuera de lugar. Intenté mantener la compostura mientras me levantaba y caminaba hacia la ventana. Desde allí, observé con más detalle el convoy que se acercaba. Entonces lo vi: una bandera en particular que me hizo sentir como si el aire hubiera sido arrancado de mis pulmones.
Era una bandera negra con un borde plateado y el emblema de nuestra casa grabado en el centro, rodeado por un círculo de ramas marchitas. No era un estandarte común. Era la bandera de luto, usada únicamente en ceremonias funerarias o en situaciones que marcaban una pérdida importante para la familia. Sentí un nudo formarse en mi estómago, y el peso de la incertidumbre que había cargado durante meses se convirtió en algo más oscuro y tangible.
"No puede ser..." murmuré, más para mí mismo que para mí esposa, pero ella lo escuchó. La preocupación en su rostro se intensificó, y por un momento, pareció tambalearse antes de apoyarse en el marco de la puerta.
"Eres tú quien siempre dice que no debemos apresurarnos a conclusiones," dijo, tratando de sonar firme. Pero su voz traicionaba su temor. "Tal vez... tal vez hay otra explicación."
"Lo dudo." Mi tono fue más frío de lo que pretendía, pero no podía controlarlo. La sola idea de que algo le hubiera ocurrido a mi hija era suficiente para destrozar cualquier intento de racionalidad.
Dejé la oficina sin decir una palabra más y bajé las escaleras, con Maren siguiéndome de cerca. Los sirvientes ya se habían reunido en el vestíbulo, murmurando entre ellos con expresiones ansiosas. La puerta principal estaba abierta, dejando entrar una corriente de aire helado, pero nadie se movió para cerrarla. Todos estaban esperando lo mismo: respuestas.
Los sonidos de cascos de caballos y ruedas sobre la nieve se hicieron más claros. Los soldados se detuvieron frente a la entrada, y los criados se apresuraron a recibirlos. El primero en bajar de su caballo fue uno de los capitanes de la Casa Auren, su armadura aún cubierta de suciedad y sangre seca. Su rostro estaba marcado por el cansancio, pero lo que más me impactó fue la expresión en sus ojos. Había algo roto en él, algo que me hizo sentir como si el suelo bajo mis pies estuviera a punto de colapsar.
"Mi señor..." comenzó, inclinándose profundamente. Pero no podía esperar más.
"¿Dónde está Thyra?" Mi voz fue más dura de lo que pretendía, pero la impaciencia y el temor no me permitían suavizarla.
El capitán no respondió de inmediato. En cambio, hizo un gesto hacia uno de los carruajes, el más grande, que estaba cubierto con telas negras y adornado con el emblema familiar. Dos soldados bajaron con cuidado una caja de madera decorada, envuelta en la bandera de nuestra casa. Reconocí esa caja al instante, y mi corazón se detuvo.
"Esto... esto no puede ser," susurró mi esposa detrás de mí, su voz quebrándose. Dio un paso adelante, pero me interpuse entre ella y los soldados.
La caja fue colocada frente a nosotros, y el capitán habló con voz grave. "Mi señor, encontramos esto en el campo de batalla. Es la espada de Lady Thyra... la usamos para traer un mensaje de su victoria." Su tono era solemne, pero evitó mirarme directamente a los ojos.
Abrí la caja con manos temblorosas, y allí estaba: la espada de mi hija, la misma que había llevado consigo cuando partió. Estaba intacta, pero su brillo parecía haber desaparecido, como si hubiera perdido algo esencial. Junto a la espada, había una nota escrita apresuradamente.
No reconocí la letra, pero su mensaje era claro: "La batalla fue ganada, pero el precio fue alto. Lady Thyra no ha sido encontrada. Desaparecida en combate."
Las palabras me golpearon como un mazo. Desaparecida. No muerta, pero tampoco viva. Era una ausencia que dolía más que cualquier certeza.
Mi esposa soltó un sollozo y cayó de rodillas, sus manos cubriendo su rostro. Yo me quedé quieto, incapaz de moverme, incapaz de procesar lo que esto significaba. Los soldados comenzaron a traer más trofeos: la cabeza del dragón negro, las alas, y otras pruebas de la batalla. Para ellos, esto era una victoria. Para mí, era una pérdida que no podía aceptar.