La guerra no había terminado, pues, Zareth, aún con la rabia hervida hasta los huesos, alcanzó a Ravahk, que ya estaba en territorio persa. Pero aquel emperador no volvió a sonreír. Zareth no iba a permitir que siguiera vivo. Su furia era un cometa.
Con un salto alimentado por pura ira, Zareth alcanzó el borde de la ropa de Ravakh y ambos se estrellaron contra el suelo, mientras descendían en el aire, su espada se colocó contra el pecho de Ravahk. Él gritó, esta vez con verdadero miedo, cuando la hoja se hundió hasta el corazón. El elfo cayo con un golpe seco, y Zareth hundió aún más la espada con ambas manos.
— Por todo lo que me hiciste — dijo, apretando los dientes —. Por todos los que mataste... Y por ella.
La espada brilló con un resplandor plateado y entonces... lo atravesó hasta el suelo.
El cuerpo de Ravahk se tornó azul y lentamente la vida de sus ojos se fue apagando, hasta no quedar nada más que un trozo de carne sin vida. El cielo se despejó con un viento limpio y frío, las nubes se disiparon y todos dejaron de luchar.
El cielo apenas empezaba a recuperar su color mientras los ecos de los últimos gritos se apagaban entre las columnas de humo. Los cuerpos cubrían el campo, y el silencio que quedó tras la tormenta era tan ensordecedor como la guerra misma. Los muertos ya estaban muertos, las criaturas persas no quedaban ni una para contar la historia y aquellos soldados sobrevivientes lanzaron sus armas al suelo y se rindieron.
Había terminado. Zareth cayó de rodillas, exhausto.
La guerra… había terminado. Pero el precio, como siempre, fue demasiado alto.
Los soldados del reino, todavía con los ojos empañados por el horror vivido, comenzaron a reagruparse. Algunos caían de rodillas junto a sus compañeros caídos, otros sostenían con firmeza las armas, como si aún temieran una última emboscada. Pero no vendría más.
La guardia real se reorganizó rápido. Los capitanes dieron órdenes entre dientes, con voz firme a pesar del cansancio. Los enemigos que aún respiraban, muchos de ellos arrojando sus armas al ver a sus líderes caer, fueron rodeados, desarmados y llevados en fila hacia el centro del valle. No hubo violencia innecesaria, solo justicia y control. La guerra estaba ganada, pero el honor debía mantenerse.
Entre el caos que aún se desvanecía, yo corrí. Corrí hasta él.
— ¡Zareth! ¡Zareth! — lo llamé con fuerza, apartando piedras, cenizas y sangre.
Lo encontré tumbado entre las ruinas, con la espada aún aferrada entre los dedos, su pecho estaba subiendo y bajando con dificultad. Su piel estaba cubierta de cortes y hollín, pero respiraba. Estaba vivo.
Draven llegó a mi lado, tambaleándose, con la túnica rasgada y las manos temblorosas, pero con la misma determinación de siempre. Se arrodilló, y con la poca fuerza mágica que le quedaba, colocó ambas manos sobre el pecho de Zareth. Una luz tenue, casi moribunda, brotó entre sus dedos.
— Resiste… — murmuró.
Zareth entreabrió los ojos y me miró. — No te preocupes… sobreviviré — dijo con una débil sonrisa en los labios.
Draven soltó una carcajada suave y rota. — ¿Y ahora tú das los diagnósticos? Mejor guarda fuerzas y deja el dramatismo, no hables.
Reí con ellos, al fin, desde que todo empezó… reí. No habría más muertes.
A lo lejos, el resto del Clan Kaelor trabajaba sin descanso, atendiendo a los heridos, reparando lo que podían con su magia curativa. Era un esfuerzo desesperado, pero cada vida salvada era un acto de victoria.
Fue entonces cuando las alas de los dragones se agitaron una vez más, pero no para atacar. Aterrizaban, desde sus lomos descendieron el Rey y los dos grandes generales. Caminaban con solemnidad entre los escombros hasta llegar a nosotros.
El rey se detuvo frente a Zareth, observándolo con atención, como si buscara leer su alma antes de hablar.
— Buen trabajo, muchacho — dijo finalmente, con voz firme—. Al final, has hecho justicia a tu sangre windsorniana.
Zareth alzó la vista y sonrió levemente, aún sin poder levantarse del todo. El rey se inclinó un poco hacia él. — ¿Qué piensas hacer con tu reino? — preguntó con tono más bajo —. Eres el último con sangre real legítima de Persia.
Zareth se incorporó como pudo, apoyándose en uno de mis hombros, y respondió con calma: — No me interesa el trono. Puede quedárselo usted. Devuélvale a Windsor la gloria que merece, usted ha unido a todos… ahora es el emperador no solo del viejo reino, sino del nuevo Windsor.
El rey lo miró en silencio durante un momento. Luego asintió, satisfecho, y una sonrisa sincera, casi paternal, se dibujó en su rostro.
— Eres sabio — dijo simplemente —. Más de lo que muchos reyes jamás serán.
Se giró entonces hacia los generales que lo acompañaban, y elevó la voz con firmeza para que todos escucharan. — De ahora en adelante, este hombre será Coronel de la Guardia de Windsor. Ninguna boca volverá a pronunciar su nombre con desprecio, nadie lo juzgará por su sangre persa. Ha demostrado ser más leal que mil nobles, ha sangrado por este reino… y por todos nosotros. Ahora somos uno solo, un solo reino.
Los generales asintieron al unísono, y los soldados alrededor, aún cubiertos de heridas, bajaron las armas y alzaron los puños al cielo, en señal de respeto.
Zareth bajó la cabeza, agradecido. Por fin, su carga se aligeraba, no era poder lo que buscaba, sino paz. Y por fin, la había alcanzado.
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Los días que siguieron a aquella gran batalla no fueron tranquilos. Aunque la guerra había terminado, la verdadera tarea apenas comenzaba.
El rey nombró a Zareth como gerente especial para la integración del reino persa, además le dejó el título de príncipe del nuevo reino, confiando en su capacidad para sanar las antiguas heridas entre nuestros pueblos. Zareth viajó entre las ciudades clave, reunió consejos, organizó festivales de reconciliación y logró lo que muchos creían imposible: unir a persas y windsorianos no solo como aliados… sino como hermanos. Las banderas mezcladas ondeaban en las plazas, los idiomas se entretejían en canciones nuevas, y en las academias, los hijos de ambos reinos ahora aprendían juntos.