El Renacimiento del Rey

Ecos del Dolor

La noche era densa, como si el cielo se hubiese rendido ante la tierra.

Las llamas dibujaban siluetas danzantes en medio del humo. La sangre formaba riachuelos entre los cuerpos caídos. El fragor de la batalla era una sinfonía de gritos, acero y muerte.

Vorgath respiraba con dificultad. Su armadura estaba rajada, su capa desgarrada, y su espada —una hoja negra de filo recto y runas olvidadas— vibraba en su mano con cada latido de su furia.

—¡Nos tienen arrinconados, mi señor! —gritó un capitán con el rostro cubierto de tierra y desesperación—. ¡Estamos rodeados!

Vorgath observó el caos. Los hombres caían como hojas bajo el vendaval enemigo. Su ejército estaba cansado, herido, vencido... pero no muerto. Aún no.

—¡Quemen los botes! —ordenó, señalando hacia la costa—. ¡Ahora!

Hubo un silencio breve. Como si la propia tierra contuviera el aliento.

—¡Pero, señor…! ¿Y si queremos retirarnos?

Vorgath alzó su espada, y el aura oscura que la envolvía rugió como un dragón dormido despertando.

—¡Quemen todo! —gritó con voz de trueno—. ¡Que el único camino sea hacia adelante o al abismo!

El fuego devoró los botes. Las llamas iluminaron los rostros de sus hombres con la certeza de lo inevitable. No habría retirada. No habría salvación. Solo conquista… o muerte.

—¡Somos el final de los débiles! —bramó el rey—. ¡Los dioses temen a quienes no temen perderlo todo!

Y con un grito de guerra, cargó. Solo al principio. Pero tras él, como sombras de un monstruo, sus guerreros lo siguieron.

La tierra se tiñó de acero y sangre.

Un parpadeo.

El zumbido de luces frías reemplazó el eco de los cascos. El olor a humo se desvaneció, sustituido por el de gas químico. El rugido de espadas quedó atrás. Ahora eran agujas. Sensores. Jaulas.

La transición no fue un salto abrupto. Fue una caída suave, como si la misma memoria arrastrara su alma de un campo de guerra a otro, distinto… pero igual de cruel.

La batalla había cambiado de forma.

Ya no peleaba por territorios o imperios.

Ahora, el enemigo era invisible, y el campo de guerra… su propio cuerpo.

El Consejo de la Nueva Era —CNE— era un monstruo sin rostro. Una voluntad sin voz. Una idea tan antigua que parecía anterior al tiempo. No gobernaban países, gobernaban destinos. No declaraban guerras, las diseñaban. Su símbolo no era una bandera, sino un círculo roto: la perfección corrompida.

Durante siglos, desde los rincones más oscuros del continente, tejieron su red. No buscaban poder ni riqueza. Querían algo más puro… más ambicioso: la perfección humana.

El Proyecto Génesis era su obra maestra.

Mil niños seleccionados. Cientos descartados. Décadas de manipulación genética, magia prohibida, y experimentos inhumanos.

Aurelio, el Sujeto 001, era el resultado más prometedor. No porque fuera el más fuerte, sino porque no era como los demás. Él no se rompía.

La sala blanca era su coliseo.

Allí, la electricidad entraba por sus venas. La magia corrupta se filtraba hasta sus huesos. Y la droga áurica intentaba reconfigurar su esencia.

A veces, su cuerpo temblaba. A veces gritaba. Pero su mirada… nunca perdía su frialdad.

Cada punzada era un recordatorio: estaba vivo. Y mientras respirara, podía pensar. Y mientras pensara… podía ganar.

—Sujeto 001, resistencia superior al 98% —decía la voz metálica—. Aumentar dosis.

En su celda, esa misma noche, se sentó contra la pared. Su respiración era pesada. Sus músculos, saturados. Su aura… desequilibrada.

A su lado, Amelia le ofreció una mirada serena.

—Hoy te llevaron tres veces —susurró ella.

Aurelio asintió sin palabras.

Cerró los ojos. Y por un momento, la sangre en sus labios le supo a aquel campo de batalla. A barro, a humo, a victoria amarga.

Porque esto también era una guerra. Solo que sin espadas.

Y como antes… solo había dos opciones: conquistar o morir.



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En el texto hay: fantasia, renacimiento, antiheroe

Editado: 11.05.2025

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