Los pecados de nuestras manos

Capítulo 9 Ep. 3 - "Crisantemos"

En la víspera de año nuevo, se encuentra pensando en Sebastián. Aion mira el techo y extraña la vista al cielo que tenía cuando el tragaluz en el cuarto de su apartamento rentado le daba justo en la cara.

Sin embargo, no extraña el reflejo despiadado del sol en sus párpados o las gotitas de agua helada que caían en su cara en plena madrugada. Extraña tener algo a mano qué leer que no sean libros, extraña un poco la comida chatarra que su amigo solía traer los viernes, o el encierro en un cuarto de tres por tres, o nada más extraña a Seb. Pero es demasiado vanidoso para aceptar eso.

Aion Samaras muerde el interior de su mejilla y se incorpora para comprobar su aspecto contra los vidrios opacos en los ventanales de su cuarto. Luego de aquella discusión con Gabriel, no había bajado a verlo.

Y si no fuese porque Dante le suplicó más temprano que esa noche esté con ellos porque es importante para él y para Gabriel, bien que podría haberse encerrado allí hasta tener el furioso sentimiento de querer desaparecer de la faz de la tierra cuando el reloj marque las doce, como siempre ha hecho.

Sin embargo, hoy será distinto, empezará el nuevo año con Gabriel, y empezará a hacer valer todo lo que su apellido le pueda ofrecer. No más trabajos interminables, no más ropa usada hasta el hartazgo ni viandas a mitad de precio. A la mierda la universidad, «perseguir sus sueños», bah, a la mierda todo. Apestará a perfume importado y cigarrillos caros, bebidas alcohólicas de colección. Y hablando de colecciones…, coleccionará lo más ridículo y costoso que se le pueda ocurrir, como monedas muy antiguas o papiros y pergaminos históricos, lo que sea…, será comparable al jodido Museo Histórico de Londres o la Biblioteca de Alejandría. Luego hará que Gabriel le consiga un maldito auto: un Mercedes… o un Audi, y durante el verano usará gafas de sol, bronceará su piel, usará pantaloncillos de Polo y aprenderá a jugar al golf.

Aion sonríe ante la absurdez de sus pensamientos. La verdad es que probablemente deje de pensar en todo aquello mañana, pero tener la certeza de que es posible conseguir lo que quiera, le da cierta satisfacción.

Él revisa su aspecto de nuevo: su oscuro suéter gris con cuello de tortuga, un par de pantalones de vestir y un saco de un color azul turquí. Los zapatos Rockport negros son algo incómodos. En su frente descubierta una pequeña herida comienza a cicatrizar. Aion arruga la nariz y se acomoda un mechoncito de modo que cubra esa marca.

En general, tiene un aspecto aceptable. El reloj marca las siete de la noche, y él sale de su cuarto oyendo a Gabriel cuchicheando acaloradamente con alguien abajo. Por la voz, es una mujer. A pasos lentos se asoma por la escalera y distingue a las dos figuras. Sin embargo, cuando ellos alzan la vista, los murmullos cesan de inmediato y él reconoce a la mujer: es tía Helena.

Cuando sus ojos se encuentran, Aion no puede reconocer el sentimiento que expresan. Su corazón comienza a latir más rápido mientras sujeta las oscuras barandillas de ébano torneado con fuerza.

—¿Por qué estás con él aquí? —cuestiona ella a Gabriel, como si se conocieran de toda la vida, cosa que lo toma desprevenido.

—Caray, esperaba al menos que me dejaras darte la bienvenida. ¿Qué tal un abrazo? Hasta me conformo con un apretón de manos…

—¿Por qué estás con él? —exige Helena perdiendo la compostura y Gabriel hace una mueca de desmán.

—Creí que te daría gusto verme, y verlo a él —contesta, y parece sincero—. Hay cosas de las que tenemos que hablar.

Helena mueve su boca como si estuviera a punto de protestar, pero se contiene y mira a Aion con una seriedad fúnebre antes de que su semblante cambie por completo y se acerque a los pies de la escalera con los brazos abiertos.

—¡Dios mío! —exclama. Su mirada comienza a nublarse con algunas lágrimas—. ¡Dios mío, mírate! ¡Cuánto tiempo ha pasado!

—Tía Helena…

Aion baja con prisa y Helena lo envuelve en un abrazo generoso mientras él tiembla y le arroja una mirada sospechosa a Gabriel, que los observa con cierto recelo suprimido. Entonces él cierra los ojos y se hunde en el abrazo de Helena, en la comodidad de sus brazos rechonchos, su olor es como lo recuerda: leche de almendras caliente, cacao y manzanas caramelizadas.

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Finalmente están reunidos los tres. Gabriel les sonríe a ambos mientras Dante les sirve la cena. Sam mira con el entrecejo plegado su plato y momentos después, alza la vista hacia él como inquiriendo algo.

—Es perdiz. —Gabriel le sonríe y Sam baja la mirada al plato de nuevo. Gabriel observa a Helena en silencio, ella mira con timidez hacia Sam y cuando Sam la mira, ella aparta la vista de inmediato. Gabriel inspira aire y procede a cortar un trozo de la carne en su plato—. Esto me trae muchos recuerdos —comenta, con Dante de pie a su diestra.

»¿Recuerdas la última vez que estuvimos juntos los tres para las fiestas de fin de año, Helena? —Ella alza su mirada sombría hacia él, y Sam los mira sin comprender—. Seguro lo recuerdas, agapiméni[1] —continúa Gabriel—. Éramos felices comiendo perdices, como ahora —canturrea con sarcasmo y el comentario hace que Sam jadee exasperado.

—Es obvio que me están ocultando algo —expone, mirándolos a ambos—. ¿Qué, los tres vamos a pretender que esta reunión es de lo más normal?




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