El resurgir de una leyenda

Prólogo.

La nieve caía suavemente sobre las colinas del norte, cubriendo el paisaje con un manto blanco y brillante. El viento aullaba entre las montañas, llevando consigo un frío tan profundo que penetraba hasta los huesos. En lo alto de una colina, una gran mansión se alzaba majestuosa, sus muros de piedra resistiendo el embate del invierno. Este era el hogar de los Basset, una antigua familia cuyo linaje se remontaba a tiempos inmemoriales, cuando los dragones junto a los metamorfos y humanos coexistían en un frágil equilibrio.

Dentro de la mansión, un silencio solemne reinaba en los pasillos, solo roto por el crepitar de la chimenea en la gran sala de estar. En el centro de la habitación, un anciano de cabello blanco como la nieve, con ojos penetrantes y llenos de sabiduría, observaba el fuego con una expresión distante. Ferus Basset, el último dragón albino de su linaje, había vivido más de lo que cualquiera podría imaginar.
Había visto el ascenso y la caída de imperios, el cambio de las estaciones y las eras. Pero, a pesar de toda su sabiduría y experiencia, había un peso en su corazón que no podía ignorar.

Ferus había perdido a su hijo en una noche de terror y caos, asesinado por cazadores que buscaban la gloria y la riqueza que creían que obtendrían al matar a un dragón. No había pasado un solo día desde entonces en que no sintiera el dolor de esa pérdida. Pero, al mismo tiempo, sabía que no podía dejar que ese dolor lo consumiera. Tenía una responsabilidad, un deber que superaba incluso su propio dolor: criar y proteger a su única nieta, Cassandra.

Cassandra, apenas un bebé en el momento de la tragedia, había sido confiada a su cuidado. Desde entonces, Ferus la había criado con todo el amor y la dedicación que un abuelo podía ofrecer.
La había visto crecer, florecer en una joven inteligente y fuerte, y había hecho todo lo posible para prepararla para el futuro que le esperaba. Pero había algo en Cassandra que incluso Ferus no podía controlar del todo: su herencia dragónica.

Cassandra había mostrado signos de su naturaleza a una edad temprana, mucho antes de lo que Ferus había anticipado. Tenía solo ocho años cuando se transformó por primera vez en un dragón, un evento que Ferus recordaba con una mezcla de orgullo y temor. La transformación había sido poderosa, un recordatorio de la fuerza que corría por sus venas, pero también había sido peligrosa, un indicio de los desafíos que Cassandra enfrentaría en el futuro.

Ferus había estado allí, en el bosque detrás de la mansión, cuando ocurrió. Cassandra había estado jugando entre los árboles, sus risas resonando en el aire fresco de la tarde. De repente, el aire alrededor de ella comenzó a vibrar, y Ferus sintió el cambio antes de que lo viera. La pequeña Cassandra, con su cabello cobrizo ondeando al viento, se había detenido en seco, sus ojos brillando con una luz interna. Y entonces, en un instante, su cuerpo comenzó a cambiar.

Las ramas de los árboles se doblaron bajo el peso de una presencia creciente, y el aire se llenó con el calor de una llama invisible. Cassandra se alzó sobre sus patas traseras, sus manos se transformaron en garras afiladas, su piel se cubrió de escamas doradas, y un par de alas enormes se desplegaron a su espalda.

Ferus, observando desde una distancia segura, supo en ese momento que la herencia de los Basset era más fuerte en Cassandra de lo que había imaginado.

Pero junto con esa transformación, vino un desafío aún mayor. Cassandra, en su forma de dragón, había liberado una energía que no podía controlar. El fuego brotó de su boca, y el bosque a su alrededor comenzó a arder. Ferus, sin perder tiempo, se transformó en su propia forma dragónica, un dragón albino de impresionante tamaño, y rodeó a Cassandra con sus alas, protegiéndola del fuego y conteniendo la destrucción.

Fue en ese momento, mientras miraba a los ojos asustados de su nieta dragón, que Ferus comprendió la magnitud de la tarea que tenía por delante. Debía enseñarle a Cassandra a controlar su poder, a entender quién era, y, sobre todo, a proteger su secreto. Porque en un mundo donde los dragones eran cazados y temidos, revelar su verdadera identidad sería peligroso, no solo para Cassandra, sino para todos aquellos a quienes amaba.

A lo largo de los años, Ferus había preparado a Cassandra para ese momento. Le había enseñado a ocultar su naturaleza, a transformarse en otras criaturas más comunes cuando fuera necesario, y a mantener su verdadero ser en secreto. Pero sabía que, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía protegerla de todo.
Cassandra tendría que enfrentarse a su destino por sí misma, y cuando llegara el momento, tendría que decidir si revelar quién era realmente o seguir viviendo en las sombras.

Y ahora, con Cassandra estando a nada de comenzar su primer año en la universidad, ese momento parecía acercarse más rápido de lo que Ferus hubiera querido.
La universidad era un lugar de aprendizaje y crecimiento, pero también era un lugar de desafíos y peligros. Cassandra tenia la habilidad de encajar en la comunidad de metamorfos, mostrando solo una pequeña parte de su verdadero poder, pero Ferus sabía que no podría ocultarlo para siempre.

Mientras miraba el fuego danzante en la chimenea, Ferus dejó escapar un suspiro pesado. No podía prever el futuro, pero sí sabía una cosa: Cassandra era fuerte, más fuerte de lo que ella misma creía. Y aunque no podía estar a su lado en cada momento, confiaba en que cuando llegara el día, ella tomaría la decisión correcta. Porque, al final, la sangre de los dragones corría por sus venas, y los dragones, aunque secretos, siempre encontraban la manera de volar más alto y más lejos que cualquier otra criatura.

Con ese pensamiento, Ferus cerró los ojos y dejó que el calor del fuego lo envolviera. Su nieta estaba destinada a grandes cosas, y aunque el camino por delante estaría lleno de desafíos, sabía que Cassandra estaba preparada para enfrentarlos. Después de todo, ella era una Basset, y los Basset siempre prevalecían, sin importar cuán oscuro fuera el cielo o cuán peligrosos fueran los vientos.




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