El Retorno del Emperador

59.- El documento final

[.HENREY.]

No había forma de evitarlo: estaba fascinado.

Había escuchado cada palabra con una atención casi reverencial, conteniendo el aire sin darme cuenta, mientras el heredero Sovieshu desplegaba una propuesta diplomática con una claridad que jamás había presenciado en ninguno de los miembros del consejo. Con firmeza y elegancia, habló de la paz, del crecimiento económico, del bienestar del continente entero. No se limitó a ofrecer promesas, sino que trajo consigo acciones pasadas, concretas: habló de su viaje con la Orden Transnacional de Caballeros, de cómo habían ayudado a reconstruir hogares, erradicado bandidos, defendido los puertos del sur de ataques piratas... y todo eso antes siquiera de haber subido al trono.

Yo apenas podía creerlo. Había hombres aquí que con el doble de su edad no podían sostener un discurso sin perderse en la arrogancia o el aburrimiento. Pero él... él parecía estar hecho para liderar.

—¿De verdad te lo estás creyendo? —me susurró de pronto una voz áspera al oído.

Me sobresalté. Era mi hermano, Warton III, tan elegante por fuera como tóxico por dentro. Lo miré de reojo, sin responder. Su mano enguantada se apoyó en mi hombro como si fuera un gesto fraternal, pero apretó un poco más de lo necesario. Lo conocía bien.

—Parece que estás a punto de arrodillarte ante ese farsante oriental —continuó entre dientes, con la mandíbula tensa—. ¿Eres así de fácil de impresionar, Henrey? ¿Te conviertes en un completo imbécil cada vez que alguien te dice palabras bonitas?

No dije nada. Me limité a mantener la mirada hacia el centro del salón, donde Sovieshu y su capitán, Kosair, seguían intercambiando frases que capturaban por completo la atención de los nobles. Warton soltó una risa desdeñosa, muy baja.

—No sé cómo puedes ser tan ingenuo. No ves que te están manipulando, ¿verdad? Te hablan de piratas y bandidos, y tú ya estás listo para abandonar tu tierra y servirle como lacayo. Te están convirtiendo en uno de ellos, Henrey. En un perro oriental.

Apreté los puños, pero me negué a contestarle. No porque tuviera razón, sino porque sus palabras no merecían respuesta. Y quizás también porque, en el fondo, lo que veía en él era celos. Celos de que Sovieshu, con su misma edad, se alzara como una figura mucho más imponente, más admirada, más digna de respeto. No como Warton, cuya arrogancia vacía solo se sostenía por el título que ostentaba.

De pronto, el sonido de una silla moviéndose llamó la atención de todos. El Duque Zemensia se había puesto de pie. Su porte era severo, y su voz —grave, pausada— se impuso sobre el murmullo creciente de la sala.

—Si este tratado es lo que se dice ser —anunció con solemnidad, mirando directamente al heredero oriental—, entonces es justo que se asegure con un lazo más sólido que las palabras.

Todos guardaron silencio.

—Propondré, pues, que acepte a mi hija, Lady Crista, como futura esposa. Así, la unión entre nuestras tierras quedará garantizada por sangre y no solo por pergaminos. Ya que el rey solo tiene hijos, me veo en la libertad de ofrecerle a mi hija en matrimonio.

Mi corazón se aceleró. Sabía lo que significaba ese movimiento: una trampa de alianza. Y lo supe aún antes de ver cómo Sovieshu esbozaba una sonrisa diplomática y respondía con la misma compostura que lo había caracterizado desde que puso un pie en la sala.

—Lamento decir que no puedo aceptar a su hija, Lady Crista como mi esposa —manifestó, con una calma impecable—. Ya estoy comprometido.

Un nuevo murmullo se desató. El Duque Zemensia frunció el ceño, como si aquella respuesta no fuera una negativa sino un insulto.

—Entonces, ¿Cómo podremos confiar en que este tratado se mantendrá con el tiempo? —cuestionó, elevando apenas la voz—. ¿Cómo sabremos que no será roto por capricho, si no hay lazos que lo amarren?

Antes de que Sovieshu pudiera responder, el rey Warton —mi padre— se levantó lentamente. Su expresión era grave, pero en sus ojos había una frialdad calculada.

—Quizás haya otra forma —expresó con ese tono altanero que empleaba cuando ya tenía una jugada planeada desde hacía días—. Lady Crista se casará con mi hijo, Warton III, en cuanto él tome el trono. Y usted —miró directamente a Sovieshu— Usted podrá tomarla como concubina una vez que se convierta en emperador.

El aire se volvió denso. Las palabras golpearon como una cachetada a toda la sala. Algunos nobles se miraron entre ellos, otros comenzaron a murmurar. El rostro de Sovieshu, por primera vez, se tensó ligeramente. Lo noté al instante. Su mandíbula se movió apenas, como si contuviera algo. Su mirada osciló hacia Kosair, quien ya se había inclinado hacia él, susurrándole algo al oído con rapidez.

Yo los observé, inmóvil. Pude sentir la tensión en sus gestos, la preocupación en el entrecejo de Sovieshu. Esa propuesta... no, esa ofensa, era una traición hacia Lady Navier. Lo entendí sin que nadie me lo dijera. Y esa mirada en su rostro... no quería ceder.

Entonces supe que debía actuar.

Me puse de pie con lentitud. Las piernas me temblaban apenas, pero respiré hondo para disimularlo. No había dado ni un paso cuando sentí la mano de Warton sobre mi brazo, con fuerza.

—Ni se te ocurra —me advirtió entre dientes, con los ojos encendidos.

Me zafé de su agarre con un tirón brusco. Lo miré de frente, por primera vez sin miedo, sin dudas.

—Yo tengo una propuesta —anuncié con voz firme.

La sala entera se detuvo. Todos los murmullos cesaron. Todos los rostros se giraron hacia mí.

Me quedé en silencio un segundo más, con el corazón palpitando con violencia, y entonces... sonreí levemente.

—Pero prefiero exponerla con calma —continué, sin apartar la vista de mi padre—. Porque esta, señor mío... esta no es la forma de construir la paz.

Sabía que acababa de encender una chispa.
Lo que aún no sabía... era qué fuego provocaría.
Y si estaría preparado para enfrentarlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.