El Retrato

Número desconocido

Amelia dejó de teclear en el ordenador, ya que no lograba mantener la concentración. No podía quitar de su mente a la mujer que pedía ayuda mientras un tipo, que supuso se trataba de su marido, la arrastraba del cabello para introducirla a su vivienda. En aquel momento, había pensado en llamar a la policía, pero tras estudiar la situación, reculó, pues ¿qué le importaba lo que pasará con esa mujer? No era su problema si al día siguiente la vería despedir a su esposo con un beso en la mejilla como si nada hubiera pasado. Al final prefirió poner una película, tomar una botella de agua y degustar comida chatarra, en la comodidad de su alcoba.

Ese día, en la mañana, justó cuando se dirigía a su trabajo, se la encontró con la cabeza cubierta con un rebozo, por lo que apenas se podía apreciar el mentón, así como algunos mechones de cabello ondulado que sobresalían por las comisuras de la boca.

Amelia, incluso llegó a pensar que todo se trataba de su imaginación o quizás soñó que ellos discutían, de no ser porque los moretones parecían tan reales. No obstante, la joven tenía cosas más importantes de las que preocuparse, por ejemplo, la deuda adquirida por la renta de su nueva propiedad.

Más tarde, la joven bajó al comedor de la empresa donde laboraba como auxiliar administrativo en el área de recaudación. Después de seleccionar su almuerzo, procedió a sentarse junto a sus compañeras en una mesa para seis personas como lo hacía siempre. Ellas no eran sus amigas, sino compañeras en turno. No las consideraba de esta manera porque sabía lo hipócritas que solían ser entre ellas mismas, razón suficiente para no confiar ni siquiera detalles íntimos o familiares, mucho menos situaciones financieras.

—¿Qué le pasó a tus manos? — cuestionó, en un tono amistoso, una de las compañeras, la de cabello negro, cara deslavada, con excepción del colorete rojo que nunca falta en sus labios.

Amelia miró sus manos luego de acomodarse en la mesa. Las yemas de los dedos presentaban pequeñas protuberancias, semejantes a las que salen por levantar objetos pesados sin guantes. En la palma derecha tenía un tallón.

—¿Qué harás mañana? — intentó indagar la misma, mientras Amelia trataba de encontrar una respuesta lógica para explicar la razón de sus manos maltratadas, pero por más que rememoró no hubo manera de contestar.

El motivo de la pregunta se debía a que al fin era sábado y todos los fines, los empleados se reúnen para convivir en un bar-restaurante en el centro de la ciudad. Amelia ya había ido a una de esas celebraciones y el resultado fue desastroso, con solo decir que ni siquiera recuerda lo sucedido en todo el tiempo que estuvo en el lugar.

—Pintar — resopló varios minutos después.

—¿Tu casa? — cuestionó otra de las empleadas mientras todas comenzaban a devorar sus alimentos, al ritmo del bullicio que acontecía en el comedor.

—Personas — alcanzó a decir antes de probar un bocado.

—Genial, porque mañana es el cumpleaños de Orquídea — reveló la de los labios rojos señalando a la que estaba frente a ellas.

—No iré — contestó Amelia, tajante.

—¿Y por qué no? — cuestionó Orquídea.

—No se me da la gana — respondió Amelia.

En ese momento, el celular de Amelia sonó con su habitual timbre. Al instante en que el aparato se encendió, se mostró un número desconocido, por lo que decidió colgar. Sin embargo, el teléfono volvió a sonar, segundos después, evidenciando que se trataba del mismo número.

—¿Quién te habla con tanta insistencia? — preguntó la de labios rojos, en un tono burlón mientras ladeaba la cabeza para intentar mirar la pantalla del móvil.

Amelia colgó de nuevo.

Pasados unos minutos, el celular se encendió con el sonido del timbre, aquella serie de dígitos desconocidos aparecieron en la pantalla. Finalmente, Amelia presionó el botón verde y contestó al teléfono. No obstante nadie respondió, tan solo alcanzó a escuchar ruido e interferencia. Enojada, colgó.

—¡Vaya! ¡Parece que alguien te quiere hacer una broma! — se burló Orquídea.

Por la tarde, de regreso a casa, Amelia, bajó del taxi cargando el mandado que acababa de comprar en un supermercado, el cual quedaba muy cerca del trabajo.

Justo cuando Amelia abrió la puerta sintió que alguien estaba detrás de ella, una brisa con aroma a rosas la envolvió, provocando que la piel se le erizaran. Entonces giró sobre su propio eje dejando caer la bolsa de verduras que traía en su mano. Ante ella se encontraba una pequeña y delgada mujer cubierta con ropa negra y a la que solo se podía ver la mitad de la cara debido al rebozo que cubría gran parte de su cabeza.

La frágil dama se apresuró a levantar las verduras y regresarlas a la bolsa amarilla con letras rojas, al mismo tiempo que se disculpaba por asustarla.

—No, es mi culpa, ando en mi mundo y por eso me asusté — Inició Amelia mientras recuperaba los artículos con torpeza

La mujer se levantó al terminar de llenar la bolsa y en cuanto alzó la vista hacia Amelia, reveló un par de moretones en cada uno de sus ojos grandes y azulados. El cardenal derecho era aún más grande que el izquierdo, ambos presentaban un color entre verde azulado y morado. El iris nadaba en un mar rojo con algunas hebras blancas que alcanzaron las pupilas. Amelia se maldijo así misma por no ser capaz de disimular el horror en su cara. Enseguida, la vecina se cubrió con el rebozo. Luego trató de disculparse como si ella hubiera hecho algo mal.




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