Amelia sostenía el palo de la escoba mientras revisaba cada uno de los cuartos de su casa, con un sigilo solo comparado al que hace un gato cuando se prepara para cazar a su presa. Dejó los zapatos a un lado para caminar descalza por la sala, el comedor y la cocina. Se aseguró de cerrar la puerta que daba al patio de servicio y las ventanas de la planta baja y, por sí acaso, la del medio baño. Luego, caminó hacia las escaleras cuidando que sus pasos no delataran al intruso.
En todo momento, su corazón latía con fuerza mientras su respiración se agudizaba. Cada paso significaba la posibilidad de recibir una embestida a traición. Lo había visto en las películas. Por si acaso, echaba una mirada hacia atrás, a un lado y al otro.
En las habitaciones del segundo piso, las ventanas permanecían cerradas, solo la del estudio estaba abierta. La brisa nocturna entraba como una ráfaga furiosa. Amelia quedó helada ante la posible idea de que el invasor haya entrado por esa ventana que, accidentalmente dejó abierta. Amelia tragó saliva y casi estuvo a punto de atragantarse.
—No hay nadie aquí, no te asustes, no hay nada de que temer— se dijo así misma cuando dejó de toser, para darse ánimos. No estaba en sus planes correr a casa de sus padres por cualquier medio infundado. Eso le daría la razón a su madre para creer que no puede ni debe vivir sola. Eso significa que Mila tendría las armas suficientes para criticarla o juzgarla, otra vez.
Amelia negó con la cabeza, sus ojos cerrados conteniendo las lágrimas. Así estuviera frente al ladrón, prefería luchar contra él que regresar a un lugar en el que ya no se sentía bienvenida.
Esa noche, Amelia durmió más tarde de lo normal, alterando su ciclo del sueño, pese a que al día siguiente entraría al trabajo a las ocho de la mañana, cerró los ojos después de barajar todas las posibilidades que explicarán las llamadas provenientes del teléfono de su propio alojamiento.
De inmediato comenzó a soñar que estaba en una casa en ruinas, pero muy parecida a la que tenían sus padres cuando ella y su hermana eran pequeñas. Las paredes estaban desgastadas y la puerta al patio de servicio era de madera mal clavada con huecos, tablas superpuestas que dejaban ver el exterior con facilidad y por el cual ingresaba el aire frío.
La casa era muy pequeña, solo consistía de dos cuartos. Las niñas dormían en una cama individual frente a una mesa redonda y amarilla, astillada, de la que sobresalía el cartón comprimido. El lugar estaba iluminado con un foquito azul. En una de las paredes había un reloj colgado con las manecillas marcando las diez de la noche. El sonido del tictac no la dejaba descansar, a diferencia de su hermana que yacía en los brazos de Morfeo.Los padres de las niñas dormían frente a una improvisada cocina, consistente en una estufa de parrilla sobre una mesita de madera hecha por el papá, junto a un refrigerador que antes era de color blanco.
La niña sintió la necesidad de ir al baño, intentó aguantarse, pero la urgencia fue más fuerte. Amelia comenzó a mover a su hermana con la intención de despertarla y que la acompañará al exterior de la vivienda, donde se hallaba el sanitario. Sin embargo, Mila no abrió los ojos.
Amelia se incorporó, angustiada por la idea de mojarse. Avanzó hacia la puerta que daba al patio de servicio y cuando la abrió, ante ella se encontraba la misma mesa redonda y amarilla, entre decenas de macetas con rosas rojas, a punto de marchitarse. Aunque era de noche, una cegadora luz la recibió con los brazos abiertos. La niña tapó sus ojos hasta que disminuyó la intensidad de la luz.
En cuanto giró la cabeza para regresar al interior de su vivienda, la puerta se cerró de un portazo. El sonido del impacto la empujó hasta que sintió la orilla de la mesa en su espalda.
Amelia se devolvió cuando escuchó la risita de una mujer.
—!Oh, querida!, ya estás aquí — exclamó con júbilo la esposa del vecino, delante de Amelia y de la mesa.
La niña giró sobre sus talones para observar la cara magullada por los golpes, de aquella que no dejaba de sonreír de oreja a oreja, mostrando su dentadura por completo. La expresión de la mujer, provocó que la niña gritara con todas sus fuerzas.
—Ahora somos libres, él se ha ido para siempre — añadió la mujer, cuyo delantal floreado, se llenaba de lodo.
A Continuación, Amelia abrió los ojos en automático, en el momento en que la voz de la mujer le decía que su secreto estaba a salvo. Ahora se encontraba al final de la calle donde vivió de niña. Su antigua casa seguía en el mismo sitio. Amelia caminó hacía la vivienda que acababa de adquirir, hasta alcanzar la puerta de color blanca, sin tablas interpuestas ni con clavos expuestos. Antes de entrar, soltó un suspiro, quizás de alivio o quizás de miedo. Le asustaba perder lo que había conseguido y volver a lo mismo. A la miseria de siempre.
Una vez adentro, constató cada habitación bien cuidada, las paredes firmes y limpias, los muebles en buen estado y sin olor a guardado o al paso de los años. Las ventanas, ni muy grandes, ni muy pequeñas, permitían la entrada de luz. Lo que proporcionaba un hogar agradable, seguro, estable y cálido. Todo estaba en su sitio y funcionaba como debía ser. Tal y como la soñó.
Ella sonrió en cuanto vio bajar a su madre, desde las escaleras.
—¿Dónde has estado todo este tiempo?, ¡Ven!, vamos que tu padre y tu hermana nos esperan allá arriba — anunció Berenice, Una mujer veinte años más joven.
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Editado: 09.11.2024