Amelia pasó el fin de semana tratando de dormir, por lo menos, antes de las doce de la noche. Intentó de todo: desde poner música, hasta realizar ejercicios de meditación, pero nada funcionó. Su mente nadaba en aguas profundas, sus pensamientos sincronizaban con sus sentimientos. Más que agotamiento físico, lo suyo era mental. Tenía sueño, bostezaba a cada rato y sus ojos lloraban del cansancio. Todo para quedarse en su cama, entre las sábanas, mirando al techo, a las paredes y a la nada.
Le tomó cerca de tres meses, dos semanas recuperar su ciclo de sueño que comenzaba a partir de las nueve de la noche para despertar a las cinco de la madrugada. Tiempo suficiente para bañarse, probar bocado, arreglarse y salir a esperar el autobús. De esta manera podría rendir en el trabajo sin que su cabeza estallará de dolor o de estrés. De por sí, le costaba lidiar con el tráfico tanto en la mañana como en la tarde, y todavía cumplir con la rutina de una jornada de ocho a díez horas ininterrumpidas.
Ahora, había perdido una excelente racha, en tan solo unos días de independencia, en su nueva casa. De buenas a primeras, su bote de pastillas desapareció del cajón detrás del espejo del baño, donde solía guardarlas. Aún así, estaba lejos de volver al hogar de sus padres y no por las razones correctas. Su meta en la vida como mujer adulta funcional era tener su propia casa, valerse por sí misma y disfrutar de su tiempo y de su espacio. Cuando menos, en eso estaba de acuerdo con lo que dictaba la sociedad. Los hijos llegan a una edad en la que deben abandonar el nido. Además, Amelia ya no quería ser una carga para sus padres. Había captado el mensaje, aunque Mila piensa lo contrario.
El sábado despertó a las doce con cincuenta minutos de la mañana, ni su alarma logró que madrugará. La noche anterior tuvo que dejar las luces de las habitaciones encendidas para permanecer en alerta, no sea que el intruso regrese y acabe con ella. Debía estar preparada en caso de un ataque. Incluso se armó de un crucifijo y una biblia. Aunque era una mujer, no se consideraba débil e indefensa. Si hay que luchar contra el enemigo, estaba dispuesta. Ese día se saltó la ducha para comer lo primero que encontrará en la despensa, tomó un paquete de galletas de avena y las engulló como si su vida dependiera de ello. Los atracones volvieron acompañados de un feroz apetito. Pasó el resto de la tarde y el comienzo de la noche en su estudio pintando paisajes, así como sendos bosques y praderas, para aliviar el estrés y dejar a un lado el tema de los vecinos. De vez en cuando echaba un vistazo por la ventana por sí escuchaba algo más que no fuera el canto de los grillos.
Pese a que intentó dormir lo más temprano posible, con ayuda de su playlist con música clásica o con sonidos de la lluvia; terminó durmiendo hasta las dos de la madrugada, dos horas más tarde que la noche anterior. A la mañana siguiente, el insomnio causó más estragos en su estilo de vida. De por sí, el sábado apenas completó dos de las seis actividades agendadas para el fin de semana. El domingo se levantó a las cuatro de la tarde, de inmediato comenzó a pintar. A ratos miraba por la ventana por si acaso los vecinos daban señales de vida. Ni siquiera tuvo tiempo para abrir el refrigerador.
De vez en cuando, la mujer de al lado salía a regar las plantas, poniendo especial cuidado en un rosal rojo junto a la ventana de su cocina y el cual, Amelia no recordaba haber visto antes.
Al llegar la noche, recibió la llamada de su madre. Amelia estuvo renuente a contestar, pero a la tercera ocasión no le quedó de otra que fingir un tono de voz afable, y, a la vez, despreocupado. Mientras platicaba con Berenice, ignoró el intenso dolor de cabeza que sentía desde hace varias horas, que ni con un paracetamol, automedicado por ella misma, logró adormecer.
—Hija, el viernes haré una cena y estás invitada. Tu hermana y su esposo también irán. Creo que será una perfecta oportunidad para que se reconcilien — reveló la señora al otro lado del teléfono después de preguntarle mil veces cómo se sentía y si no le estaba mintiendo.
—Por supuesto, mamá, lo apuntaré en mi agenda— aseguró Amelia con sarcasmo.
Su madre entendió la indirecta:
—¿Hasta cuando dejaran de portarse como niñas?
—Yo no dije nada — se defendió Amelia.
—¿vendrás? — insistió Berenice.
—Veré que puedo hacer — accedió Amelia, mientras sacaba una sopa instantánea de la despensa y la depositaba en un recipiente con agua hirviendo.
Luego de un breve recordatorio de la importancia de la familia y de que a pesar de todo, deben mantener la unidad porque se necesitan para cualquier cosa, Amelia colgó exhausta, casi como si en toda la llamada contuviera la respiración cuando en realidad trataba de mantener la calma.
Le molestaba de sobremanera que su madre minimizará su dolor y quisiera que todo volviera a la normalidad, cuando hace años que la cordialidad existía en la superficie. No era rencor lo que sentía por su hermana, sino decepción. Por mucho tiempo la consideró su ejemplo a seguir, aunque fuera cuatro años menor que ella. Siempre defendió a su hermana, de aquellos que hablaban mal a sus espaldas, incluso la ayudó a ascender a un mejor puesto en un antiguo trabajo en la misma empresa a la que entraron. Por ella renunció cuando la despidieron por algo que consideraba una injusticia. Después descubrió que todo se debió a su mal carácter. Tardó mucho en aceptar que su hermana era una arpía en toda la extensión de la palabra, una persona tóxica de la que era mejor mantener una distancia. Mila casi no tenía amigos y ahora sabía la razón.
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Editado: 09.11.2024