El Retrato

El inquilino

Mientras preparaba el informe solicitado por el departamento de recaudación, Amelía recordaba a ratos la extraña platica, que obligada, sostuvo con Lidia, por lo que le costaba de sobre manera concentrarse.

La vecina ya no mostraba la peculiar sonrisa que más bien parecía una mueca pues se esforzaba por mostrar los dientes para lograr una actitud positiva y genuina. A pesar de que eran las seis de la madrugada, ya estaba vestida con un pantalón beige y una suéter blanco de cuello alto. Su cabello perfectamente recogido hacía mostrar su rostro, de modo que las señales del maltrato, aún evidentes, comenzaban a sanar.

Lidia sacó de su bolso negro con brillitos en los bordes, una cajita de regalo, el cual extendió hacia Amelia.

—Tómalo, por favor, es para ti — presionó la vecina.

—No puedo

—¿Por qué, no? ¡Anda!

—Somos vecinas, pero apenas te conozco

—Es cierto

—¿Por qué me darías esto? No…entiendo.

—Estás nerviosa, lo sé. La casa es complicada, ¿verdad? — bromeó Lidia mientras miraba de soslayo la planta alta de la vivienda de Amelia.

La joven Dávila frunció el ceño. Enseguida miró a donde la mujer mantenía la vista para descubrir que se enfocaba en la habitación principal.

—¿A qué te refieres con que es complicada?

Entonces, como si esperara la oportunidad, Lidia guió la conversación hacia una leyenda que corría por los muros de la propiedad número 26 de la colonia Los Alpes, al este de la ciudad, en colindancia con un canal artificial que desemboca en el río Esperanza. Los dueños anteriores a la llegada de Amelia solo aguantaron dos noches antes de mudarse a otra localidad. El motivo, según Lidia, fue que ahí se cometió un crimen años atrás. La casa estaba desocupada hasta que una familia de cinco integrantes llegó para ocuparla. Posterior a ellos, apareció la joven Amelia Davila quien hasta el momento se mantenía como la propietaria.

—Admiro mucho que una jovencita como tú viva aquí, es de valientes. Supongo que has tenido experiencias un poco… desagradables — finalizó Lidia que al mismo tiempo se mostraba condescendiente.

—¿Le tienes miedo a los fantasmas?, yo no creo en eso, yo le tengo más miedo a los vivos — replicó la joven, afectada por la historia.

Si algo odiaba Amelia, era esa actitud condescendiente hacia una desdichada y pobre criatura. Así se comportaron con ella antes de encerrarla en un sanatorio mental.

Amelia echó la vista en dirección a la planta alta de su casa antes de replicar, justo cuando apareció un automovil negro. La intensidad de las luces provocó que Amelia se tapara los ojos con su brazo, mientras Lidia se hacía a un lado. Del vehículo descendió, primero el chofer y después una anciana encorvada con ayuda de otro hombre, que la sostenía de un brazo. La mujer pese a su edad, se movia con gracia, vestía de falda larga hasta los tobillos y blazer negro a juego con sus zapatos de charol.

Pronto, la anciana alcanzó a las mujeres que no dejaban de verla. Lidia fue la primera en hablar:

—Suegra…

—No has respondido a mis llamadas, ni mi hijo se dignó a comunicarse conmigo.

La vecina miró al suelo antes de continuar:

—Lo siento.

—¿Dónde está mi hijo? quiero verlo.

—No lo sé, suegra.

Amelia, un poco incómoda y consultando su teléfono móvil, decidió disculparse y emprender la huida. Al fin y al cabo, se trataba de un asunto familiar que no le competía. Alcanzó a escuchar a la anciana, reclamarle a su nuera en un tono amenazador:

—Quiero saber donde está mi hijo.

De regreso a su trabajo, Amelia no podía creer que su casa fuera escenario de un horrible crimen, del que Lidia no supo clarificar. Dejó a un lado el informe para consultar en el buscador de internet sobre alguna noticia que pudiera ayudarle a esclarecer la verdad. Sin embargo, no encontró nada en relación con la historia contada por Lidia. La duda estuvo en su mente durante lo que restaba de la jornada laboral. Si nada había sucedido, ¿Porque lo mencionó?, ¿Qué ganaba ella con mentirle? Amelia negó con la cabeza, no tenía caso perder el tiempo en cosas sin sentido.

Lo cierto es que Lidia parecía una mujer extraña, algo inquietante, por no decir anormal. Quizás la mujer perdió la cabeza debido al maltrato que recibía de su esposo. Luego, comenzó a pensar que tal vez inventó lo del asesinato para que creyera en los fantasmas y así ocultar la verdad: que su esposo ingresaban a su casa para asustarla, herirla y obligarla a dejar la propiedad. Amelia creyó que el sujeto posiblemente se dio cuenta que escuchó los gritos de su mujer y para que no levantara la denuncia, haría lo que estuviera en sus manos para alejarla de la zona.

—Amelia, el jefe quiere que pases a su oficina — reveló su compañera de trabajo, una mujer de mediana edad, regordeta y de cabello canoso recogido en una coleta. Como Amelia no respondió de inmediato, tocó dos veces la mesa con su puño para generar el suficiente ruido y despertarla de su ensoñación. Por supuesto, no perdió el tiempo en criticar su aspecto desalineado.

Mientras la compañera criticaba su aspecto, Amelia se pasaba la mano por su cabello alborotado, intentando arreglarlo. La realidad era que ese día no se bañó por flojera, tampoco tuvo hambre, mucho menos tenía ganas de pasar el cepillo por su cabeza. La otra mujer volvió a insistir en que ya la esperaban en la oficina.




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