El Retrato

Despedida agridulce

El teléfono suena con insistencia en la cabina de la Comandancia, la recepcionista atendió la llamada como de costumbre. Apenas comenzaba a recitar la introducción cuando la voz aterrada de una mujer la interrumpió al otro lado de la llamada.

—¡Ayuda, por favor!

—Dígame, ¿Cuál es su emergencia?

—Hay alguien en mi casa — reveló la mujer entre gritos y llantos desesperados.

—Por favor, necesito que se calme…

—Viene por mí…

El teléfono quedó colgado, de la interferencia pasó al brutal silencio.

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A unas horas de que amaneciera, la policía ya se encontraba afuera de la vivienda marcada con el numeral 27. Una camioneta con efectivos aguardaban en la caja mientras que otros dos uniformados vigilaban la casa desde la cochera. Dentro de la propiedad, en la sala de estar, ya se encontraban Berenice y Javier junto a su hija que no dejaba de murmurar que un hombre la perseguía que no hace mucho que la acosaba, que entraba a su casa mientras ella salía al trabajo.

No obstante, el oficial a cargo de la encomienda, afirmó que se revisó todo el perímetro que rodea la propiedad, así como las chapas y las ventanas y nada dio indicios de que fueran forzados. Lo más probable, de acuerdo a las palabras de la mujer policía que también los acompañaba, era que si había una persona dentro de la casa, sería porque la misma dueña les permitió ingresar.

Amelia no dejaba de negar con la cabeza a cada una de las afirmaciones de los uniformados, aún y cuando no emitía ninguna palabra. Sin embargo, su aspecto descuidado y su mirada desencajada no ayuda mucho, pues para la policía, la mujer había perdido la cordura.

—Lo que digo es verdad — repetía Amelia, una y otra vez a su madre.

Berenice trató de consolarla para que la situación no empeorará más de lo que estaba.

En ese momento, entró uno de los policías que se encontraban a las afueras de la vivienda haciendo contacto visual con la detective. El mensaje fue claro, no había nada ni nadie sospechoso.

El padre de la joven se puso de pie para hablar con el oficial a cargo de la investigación, pero cuidando la distancia para que Amelia no pudiera escucharlos.

—Señor, creo que esto es parte de una crisis de mi hija. Ella no está…usted me entiende. Lo más probable es que no tomó sus medicamentos.

—Le sugiero, Señor, que no la dejen sola, si ya tienen conocimiento del estado mental de la señorita.

Javier asintió con un aire de derrota mientras veía a su esposa y a su hija abrazadas y sentadas en el sofá. La escena le recordó los momentos previos a que la joven fuera ingresada a una clínica mental a petición del psiquiatra después de que Amelia sufriera de una psicosis que casi le cuesta la vida.

En aquel momento, tanto a Javier como a Berenice les costó de sobre manera tomar la decisión acerca del internamiento. Incluso él que no creía en los trastornos, se vió obligado a ceder.

El recuerdo de Javier se vio interrumpido cuando la detective apareció con varias bolsas transparentes recolectadas por los peritos. En uno de los envoltorios se encontraba un frasco vacío de pastillas para dormir.

—Amelia, ¿qué hiciste con las pastillas?, ¿dónde están? — increpó Javier alarmado, a su hija.

—Yo… ahí deben estar…

Pero no estaban por ningún lugar, pese a que ambos padres se encargaron de buscarlos luego de que los oficiales regresarán a la Comandancia. De nuevo, la idea de la clínica apareció como sugerencia de Javier.

Amelia aseguraba que algo raro sucedía en su casa y que el hombre que vio en el pasillo, era el responsable de llevarse sus pastillas. En ese preciso instante, reveló los extraños acontecimientos que sucedían en la casa de al lado, con sus vecinos, así como la desaparición del esposo de Lidia.

Por más que se mostraba seria en cada uno de sus argumentos, más fuera de lugar se veía. Amelia estaba sufriendo de una fuerte psicosis y era momento de tomar una decisión por más dolorosa que fuera.

—¡NO!, ¡jamás volveré a la clínica, mamá, Escuchalo bien, prefiero saltar de un puente que regresar a ese infierno! — amenazó la joven mujer desquiciada. Sus ojos, la puerta del alma, mandaron un mensaje claro.

Berenice comenzó a llorar al mismo tiempo que lamentaba haberla dejado a su suerte siendo que su hija padece de una terrible enfermedad mental.

Al final y luego de una intensa conversación entre los tres resolvieron que lo mejor era que Amelia regresará a casa con ellos en lo que la salud de la joven mejoraba o hasta que asistiera con el terapeuta y el psiquiatra, debido a que no podía estar sola, porque en ese momento representaba un peligro hasta para ella misma.

Amelia regresó a su casa solo cuatro días después de lo acontecido, solo para atestiguar la mudanza de su vecina. Frente a la vivienda de Lidia, esperaba un camión de mudanzas.

«Así que finalmente, se va la psicópata, esa», pensó la joven con alivio.

Aquello significaba una cosa, que al fin viviría tranquila y que el esposo ya no la acosaría. De cualquier manera, esta vez venía preparada con gas pimienta y un aparato eléctrico por si de nuevo entraba a su propiedad. Amelia no dudaría en defenderse aunque significará ir a prisión.

Cuando Amelia estaba a punto de entrar, una mujer de edad avanzada, cabello canoso y piel arrugada, comenzó a gritar desde la acera. La joven giro sobre sus talones, encontró a la mujer recargada sobre el portón.

—Vecina, hace mucho que quería hablar con usted. No me presenté antes por andar a las prisas — afirmó la anciana, mostrando una dentadura incompleta —Me llamó Mariza — anunció mientras sacaba algunos catálogos de su enorme bolsa de mandados.

—Ahorita no, señora Mariza. No me interesa comprar nada — argumentó Amelia frente a la mujer.

La anciana sonrió: — lo sé, es una excusa — reveló.

Mariza volteó hacia los dos hombres que cargaban un trinchador de madera. Luego prosiguió: — Es una bendición que ese matrimonio al fin dejé la casa. Andan en malos pasos, ayer la policía llegó buscando al esposo de Lidia. Usted no lo sabe, pero yo se lo diré. Esta calle tiene cien años de historia, y por mucho tiempo se dijo que estas dos casas estaban conectadas por un tunel. Su casa y la de ellos, era un burdel y para escapar de las redadas, los dueños crearon un pasadizo.




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