Amelia soltó una risita con sorna, cansada de los artilugios verbales de su contraparte, quería darle una bofetada para acallar sus palabras burlonas. Tenía tantas ganas de agarrarla del cabello y hacerla rebotar en el piso. No obstante, de algún modo consiguió dominar sus frenéticos impulsos, apretando los puños a los costados mientras mantenía el contacto visual de manera enérgica, con odio puro y deseos oscuros. Estaba casi segura de que era cuestión de tiempo para que la bomba explotará de no ser por el timbre de su teléfono móvil y la insistencia del chofer cansado de esperar. Amelia sabía que el remitente era su madre, que hace rato intentaba comunicarse con ella.
Lidia ya no sonrió, sino que se limitó a subir al automóvil blanco con franjas amarillas, sin que hasta ese momento apareciera el marido de la mujer para despedirla. Algo que Amelia no pasó por alto. De inmediato y como si de un imán se tratará, sintió la férrea necesidad de mirar a la segunda planta de la casa de la vecina.
Amelia ingresó nuevamente a su casa, se aseguró de que todas las chapas y cerraduras estuvieran cerradas y en orden, que no estuvieran alteradas. Una vez hecho lo anterior, tomó una larga bocanada de aire fresco para tratar de controlar el sin fin de emociones que se estaban apoderando de ella. Poco después sacó del refrigerador, una botella de agua, pero antes de tomar un sorbo, alcanzó a leer las pequeñas letras sobre los bordes de la etiqueta roja, mismo que a la letra decía: la bebida contiene cafeína, energizante.
A Continuación, la joven soltó en automático el frasco de vidrio, que al contacto con el suelo, explotó en pedazos grandes. Había confundido su marca de agua favorita con la de una bebida energizante, porque ambas tenían un etiquetado similar. Amelia recordó aquella noche lluviosa cuando los vecinos comenzaron a discutir entre gritos de auxilio y amenazas. Esa noche, la situación la tenía con los nervios de punta. Aunque en un principio quería ayudar a la vecina, deseaba intervenir e incluso llamar al 911, pero al final decidió mantenerse al margen. Entonces tomó la bebida y papas fritas y se encerró en su habitación. Entonces, recordó tomar su pastilla para dormir y luego tomar un sorbo tras otro de aquel líquido similar al agua.
Amelia perdió el equilibrio, no hacía falta consultar sobre los riesgos de combinar ese tipo de bebidas con antidepresivos. En consecuencia, abandonó la sala para refugiarse en su habitación, pues se sentía devastada ante la idea de que su madre supiera la verdadera causa de su crisis y pensara otra cosa; que dudara de ella de nuevo.
Desafortunadamente, aunque no recuerda nada de aquella noche, las palabras de Lidia comenzaron a tener sentido.
Cuando llegó al espejo del baño, le quedó claro que ambas ya se conocían. Frente a ella, estaba la misma Amelia. Esa mujer de cabello oscuro, por encima de los hombros, que tenía los ojos hundidos y la piel pálida. Amelia bajo la mirada entre sollozos, pero su reflejo se mantuvo con la vista orgullosa, altiva y siniestra. Con su sonrisita ladeada, reveló al mismo tiempo, que nunca tuvo buenas intenciones y que solo espero el momento para mostrar su verdadero ser.
De un momento a otro ya se encontraba en el adosado en el que vivía de niña. Todo a su alrededor estaba en ruinas: las plantas marchitas sobre las macetas, las paredes desmoronadas y el techo de lámina a punto de caer. Tenía la apariencia de haber sido abandonado durante mucho tiempo, pese a estar habitado por ella y su familia. Así lo recordaba Amelia en cada sueño, en cada pesadilla y esa noche no sería la excepción. La joven despertó en medio de la oscuridad mientras la rodeaba una mezcla de nostalgia y temor hacia lo desconocido. Estaba devastada y envuelta en sus pensamientos cuando un susurro, proveniente del rincón más oscuro de su dormitorio, atrajó su atención.
Con la respiración acelerada, Amelia descubrió que eran las cuatro en punto de la madrugada. Esa manía de consultar la hora cada vez que despertaba se volvió una obsesión, una necesidad que le indicaba si debía preocuparse o no. Los gatos comenzaron a maullar como si de un recital en el inframundo se tratará. Trató de taparse los oídos, pero así no podía estar alerta ante cualquier suceso, prefería escuchar la respiración pesada proveniente de la oscuridad.
Alguien encendió la luz del cuarto y, de manera consecutiva, comenzó a parpadear al mismo tiempo que las gotas de la lluvía fluía por las ventanas abiertas. Amelia se levantó de un brinco para cerrar las ventanas y desplegar las cortinas, cuando una brisa helada la envolvió en un abrazo. De pronto, una fuerza invisible empujó la puerta contra la pared.
—Ayúdame, por favor, no… lo… hagas… — dijo la voz de un hombre entre cacofonías, como si muchas personas al mismo tiempo intentarán hablar, aunque no se entendiera lo que trataban de decir.
Poco a poco, Amelia se derrumbó hasta quedar en el suelo, entre los rincones más profundos de su ser, abandonada en la miseria, su cabello corto y revuelto, sus ojeras pronunciadas y su piel manchada por el lodo. Esto la asustó aún más de lo que ya estaba. El olor a tierra mojada se intensificó a tal punto que parecía una fragancia agradable sino fuera por el olor nauseabundo que le sublevó.
Entonces, la figura de un hombre se materializó frente a ella. Le extendió la mano para invitarla a su infierno, pero Amelia negó con la cabeza, entre llantos y tapando sus oídos para no escuchar las voces procedentes del pasillo, de la oscuridad. En consecuencia, el hombre abandonó el lugar siendo precedido por la silueta de una mujer que comenzó a perseguirlo con vehemencia.
Una fuerza invisible se enredó en las piernas de Amelia y la arrastró hacia el pasillo con la firme intención de obligarla a seguirlos. Pese a que las fuerzas en sus piernas fallaban constantemente debido a los temblores, la joven consiguió ponerse de pie al llegar al barandal de las escaleras. En ese punto, descubrió que las dos sombras entraron a la cocina. Segundos después escuchó que abrían la puerta de servicio.
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Editado: 31.10.2024