La tensión entre Larethian y Valmyr había dejado de ser un murmullo lejano para convertirse en un zumbido ominoso que recorría los reinos vecinos. Las noticias sobre las excavaciones valmyrianas en busca de núcleos arcanotécnicos prohibidos se habían filtrado, colisionando con el eco aún resonante de la imponente Renovación del Juramento élfico. En las cortes de los reinos montañeses y las ciudades-estado costeras, los estrategas y augures trazaban mapas de un conflicto inevitable. Un conflicto que nadie deseaba presenciar.
Ambas potencias, Larethian con su dominio ancestral de la magia lírica —capaz, según las leyendas más oscuras, de desatar poderes que podían resquebrajar la piedra y el alma—, y Valmyr, con su emergente y temido dominio arcanotécnico —susurros de rayos concentrados y golems de acero—, poseían el poder de arrastrar al continente a una era de cenizas. El recuerdo de guerras pasadas, menos formidables pero igualmente devastadoras, pesaba como una losa sobre la memoria colectiva. Fue esta presión, este miedo compartido, lo que forzó la mano de los orgullosos reinos enfrentados.
Una convocatoria, redactada con la caligrafía neutral de los Escribas de Hielo del Norte y sellada con el emblema del Consorcio Mercantil del Sur, llegó a las capitales enemigas. Proponía un congreso de tregua, un último intento de desandar el camino hacia la guerra total. El lugar elegido era un símbolo en sí mismo: la Isla de Noheras.
Noheras, una mota de tierra esmeralda enclavada en el centro del Gran Lago Azur, no pertenecía a nadie y pertenecía a todos. Su neutralidad no se basaba en tratados modernos, sino en pactos ancestrales, bendecidos, según se decía, por los espíritus primordiales del agua y la tierra cuando elfos y humanos aún no habían aprendido a odiarse. Sus costas rocosas y sus bosques silenciosos habían sido testigos mudos de innumerables acuerdos y fracasos a lo largo de los siglos. Ir a Noheras era aceptar, aunque fuera tácitamente, que el diálogo era aún posible, pero también que se llegaba al borde del abismo.
En Anthirëal, la noticia fue recibida con la frialdad calculada que caracterizaba a la corte de Liraëth. En la Sala del Orbe Lunar, la Reina escuchó el informe de su consejero jefe, Lord Elaraion, un elfo de mirada penetrante y ademanes precisos.
—Valmyr ha aceptado, Majestad —anunció Elaraion, su voz desprovista de emoción—. Consideran la convocatoria una "oportunidad para exponer sus legítimas preocupaciones defensivas", según sus propias palabras. Una farsa, por supuesto. Buscan tiempo para armarse.
Liraëth, desde su trono tallado en madera estelar, asintió lentamente. Su rostro, de una belleza atemporal, era una máscara impenetrable.
—¿Y los demás reinos?
—Presionan, Majestad. Eradum teme por sus rutas comerciales montañesas. Las ciudades costeras tiemblan ante la idea de que sus flotas sean borradas del mapa por... fuegos desconocidos. Insisten en que debemos demostrar voluntad de paz.
—Nuestra voluntad siempre ha sido la paz —replicó la Reina, su voz resonando con autoridad gélida—. La paz que nace de la pureza y el orden. Son los mestizos los que la amenazan con su ambición desmedida y su tecnología profana. Pero no podemos ignorar la presión externa. Debemos asistir.
El debate se centró entonces en la composición de la delegación. Nombres de generales altivos y diplomáticos astutos fueron propuestos y descartados. Liraëth escuchaba, su mente sopesando cada ángulo, cada mensaje implícito. Finalmente, su mirada se posó en un punto más allá de sus consejeros, hacia donde su hija, Elirien, había sido convocada para escuchar.
—Enviaremos una delegación reducida —declaró la Reina, acallando los murmullos—. Será liderada por el Embajador Valerius, como es debido. Pero él no será el único ojo de Larethian en Noheras. —Hizo una pausa, y todas las miradas se volvieron hacia la joven princesa—. Mi hija, Elirien, os acompañará. Su presencia será en calidad de observadora diplomática.
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala. Elirien sintió un escalofrío. ¿Ella? ¿Fuera de Anthirëal, en medio de las tensiones, frente a los... mestizos y humanos? Era su primera misión oficial, un salto desde las lecciones teóricas y las ceremonias protegidas hacia el tablero real de la política continental.
—Majestad, es joven... —comenzó a objetar un consejero un alto elfae.
—Y es la heredera de Larethian —le cortó Liraëth, su tono final—. Es hora de que el mundo la vea. Es hora de que ella vea el mundo... y sus amenazas. Que vean que nuestra próxima generación comparte nuestra resolución. Y que ella aprenda, de primera mano, la naturaleza de aquellos que desafían nuestro legado.
Elirien dio un paso al frente, alisando instintivamente su túnica. El miedo inicial se mezcló con una oleada de determinación, avivada por las dudas sembradas por Calanthur. Esta era su oportunidad. No solo de servir a su reino, sino quizás... de buscar sus propias respuestas. Hizo una reverencia profunda.
—Acepto con honor y deber, Majestad. Seré vuestros ojos y oídos.
La Reina asintió, satisfecha. La decisión estaba tomada. La Princesa Elirien de Larethian, portadora de la sangre pura y ahora, también, de un secreto incipiente, se prepararía para viajar a la Isla de Noheras, hacia un encuentro que marcaría su destino y el de su reino.
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Valmyr, convocatoria de Noheras,
En Valmyr, la convocatoria a Noheras fue recibida no con fría altivez, sino con un pragmatismo adusto y un análisis de costes y beneficios. El Consejo Valmyriano se reunió en la Sala de Estrategia, un recinto subterráneo de acero pulido y piedra oscura, iluminado por el brillo constante de paneles arcanotécnicos que mostraban mapas tácticos y flujos de energía en tiempo real. El aire olía a metal ionizado y a la tierra removida de las recientes excavaciones. No había tronos, solo una mesa circular de obsidiana alrededor de la cual se sentaban los líderes militares, los ingenieros jefe y los consejeros civiles.