Marcos López guardaba en su memoria un recuerdo imborrable de aquella tarde de mayo de 1885. El pueblo de El Limón, un caserío perdido entre montañas y selvas, había sido testigo de un suceso que marcaría su historia para siempre. Un visitante extraño llegó al pueblo, un hombre que, con su sola presencia, salvó a El Limón de la destrucción. No se había visto algo así desde los días del gran capitán González, fundador del pueblo, quien les enseñó a leer, escribir y defenderse en un mundo hostil.
El Limón era un lugar apartado, olvidado por el tiempo y la geografía. No era la primera vez que algo extraordinario ocurría allí. Setenta y cinco años antes, el propio Simón Bolívar, el Libertador, había visitado el pueblo. En aquel entonces, Bolívar se inclinó ante el valor de sus habitantes, reconociéndolos como héroes de la nación por su ayuda en la retoma de Cartagena. "Vuestra valentía y la de su pueblo nos trajo la libertad", dijo Bolívar al González de esa época. "Sin El Limón, no existiría Colombia".
Pero aquel forastero que llegó el 15 de mayo de 1885 era diferente. Vestía ropas extrañas: un largo vestido negro cubierto por una armadura ligera y un sombrero triangular que ocultaba su rostro. Llevaba una espada al cinto, un arma que no se parecía a las que los habitantes del pueblo habían visto antes. Los caminos para llegar a El Limón eran escasos y peligrosos, conocidos solo por los habitantes de Marialabaja, quienes daban indicaciones vagas a los pocos viajeros que se atrevían a adentrarse en la región.
El forastero llegó al mediodía, bajo un sol inclemente que contrastaba con los aguaceros torrenciales que habían azotado la región siete días antes. El pueblo estaba desolado; solo unas pocas personas caminaban por las cinco calles que conectaban con la capilla de piedra, cuyos interiores estaban adornados con tallas barrocas que reflejaban la fe de sus habitantes. La curiosidad venció al miedo, y los habitantes comenzaron a acercarse al recién llegado, observándolo con miradas penetrantes.
El forastero se dirigió a la única cantina y gallera del pueblo, un lugar modesto pero lleno de vida, donde Ovidio Gómez, el cantinero, atendía a los parroquianos. Ovidio, un hombre de mediana edad y mirada astuta, observó con extrañeza al recién llegado.
—Agua, por favor —dijo el forastero en un español imperfecto, con un acento que Ovidio no pudo identificar.
—¿Agua? Claro, forastero —respondió Ovidio, sirviéndole un vaso—. Pero si quieres algo más fuerte, tengo ron o aguardiente de caña. Incluso algo más fino, si te animas.
El forastero sonrió levemente y asintió.
—Aguardiente estará bien —dijo, esta vez con un español más claro.
Ovidio sirvió la bebida y se inclinó sobre el mostrador, bajando la voz.
—No es buen momento para estar aquí, forastero. Los liberales rondan por estos lugares, llevándose a los jóvenes y a los hombres más sanos. Y los conservadores de Nuñez no se quedan atrás. Hace dos días, masacraron a la familia San Martín por ayudar a los liberales. Este pueblo está en el ojo de la tormenta.
El forastero tomó un sorbo de aguardiente y miró a Ovidio con seriedad.
—La desgracia está en todas partes —dijo—. Y las guerras también. Pero no vine aquí para huir de ellas.
Ovidio asintió, impresionado por la calma del hombre.
—Bueno, si necesitas un lugar para quedarte, ve a la posada de India Marta. Es modesta, pero segura.
El forastero agradeció con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia la posada. Los habitantes del pueblo no podían apartar sus miradas de él. No habían visto a alguien así en cuarenta años.
Marcos López, quien había estado fuera del pueblo buscando a los jóvenes reclutados por los liberales, regresó esa misma tarde. La entrada de El Limón no había cambiado desde su fundación: una empalizada de palos que servía como muralla protegía el pueblo. Los principales lugares, como la cantina, la gallera, la tienda de suministros y el pequeño hospital, estaban cerca de la entrada. Más al fondo, la capilla de San Miguel se alzaba imponente, un símbolo de la fe y la resistencia del pueblo.
El Limón era un lugar peculiar. Cada cinco años, el pueblo enviaba a un joven a la ciudad para estudiar medicina, asegurándose de no quedarse sin conocimientos para atender a los enfermos. Además, cada cinco años, un misionero llegaba para dirigir la iglesia, aunque los habitantes no permitían que se les obligara a abandonar sus creencias. En El Limón coexistían tres religiones: la católica, traída por los españoles; la wadjuye, una creencia politeísta de los primeros habitantes; y las tradiciones de los mestizos e indias que se integraron al pueblo en 1749.
El forastero se instaló en la posada de India Marta, pero su presencia no pasó desapercibida. Esa noche, mientras la luna iluminaba las calles desiertas, el sonido de una flauta resonó en el aire. Era el forastero, sentado en el umbral de la posada, tocando una melodía triste y melancólica. Los habitantes, curiosos, se acercaron para escuchar. Algunos sintieron que la música les hablaba de algo que no podían entender, algo que iba más allá de las palabras.
el forastero recordo su anterior vida como samurai y como cambiaba y el era el unico no cambio y lo tuvo que hacer para irse para ser el ultimo samurai una leve disculpa salio -perdoname Matsumoto- aun sigo luchando y sobreviendo como me dijiste.
Al día siguiente, la tranquilidad del pueblo se vio interrumpida por el sonido de caballos y gritos. Un grupo de hombres armados, vestidos con ropas sencillas pero portando rifles y machetes, irrumpió en la plaza principal. Eran liberales, y su líder, un hombre alto y de mirada feroz Aguntino Sandoval liberal adinerado de las haciendas de villanueva y San estanislao respetado por su crueldad con los conservadores en el Estado de Bolivar, gritó: