El secreto de Anubis

Capítulo 1

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alina Petrova. Cabecilla de una curiosa organización criminal integrada en exclusiva por mujeres. Las Amazonas de la Droga, así era conocido ese peligroso grupo capaz de doblegar a cualquier hombre que se creyese en la cúspide del narcotráfico. En prisión desde hacía ocho años, desde que la UDYCO la envió a ese infecto agujero que ahora compartía con ella, así como con el resto de escoria humana con la que convivía tratando de sobrevivir un día más, con todas sus esperanzas puestas en regresar a su antigua vida. Una vida que todas ellas habían perdido.

Ninguna volvería a ser la misma. Daba igual el delito que hubiesen cometido: drogas, extorsión, narcotráfico, menudeo, delitos de sangre, homicidio involuntario, alzamiento de bienes, un error… Todas llevarían la misma marca hasta el día de su muerte.

Todas habían pasado por prisión.

Todas serían tratadas como la última mierda de esta sociedad.

Bryana se apoyó sobre la fría pared de hormigón del patio de reclusas. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón negro, cubierto por lamparones de lejía, y dejó escapar un profundo suspiro entre sus labios, sumida en sus pensamientos.

Un día más, trató de sentirse mal por no ser capaz de dar gracias a la vida, la suerte o el destino por seguir respirando, por haber sobrevivido entre aquella morralla.

Había infinitas maneras de morir, pero para una antigua inspectora de Homicidios encerrada en una prisión de mala muerte como aquella, salir con los pies por delante no era propio de la vejez.

Por lo general, la que salía con vida, abandonando su diminuta suite compartida entre barrotes y sus habituales responsabilidades carcelarias, lo hacía con la cabeza bien alta, sabiéndose superviviente de un cruento campo de batalla; más, cuando eras una antigua agente de la ley.

«La cárcel te cambia», pensó.

Había escuchado aquella misma frase durante los interrogatorios infinidad de veces. Creía comprenderla. Siempre imaginó que un lugar así podría cambiar a cualquiera, pero hasta que no la encerraron como a una burda asesina de tres al cuarto, no supo cuán ciertas eran aquellas afirmaciones. Sonrió negando con la cabeza. En realidad, no había tenido ni pajolera idea de lo que aquello significaba hasta que las perras guardianas de Alina le dieron su primera paliza de bienvenida.

Alzó la vista y se fijó de nuevo en la cabecilla de las Amazonas, sentada al otro lado del patio, sobre las gradas de piedra que recorrían la cancha de baloncesto. Custodiada por dos de las tres lugartenientes con las que aquella mujer compartía celda, sus miradas se cruzaron. Se acarició el antebrazo.

Habían pasado cinco años y todavía podía sentir cómo aquellas desgraciadas le partían el cúbito y el radio. ¿Con qué fin? Dejar claro quién mandaba en aquella prisión.

Se agarró el antebrazo, tensando la piel de sus nudillos hasta que perdieron cualquier ápice de color, con la vista fija en aquellas tres. Todavía le quedaban otros quince años de condena por delante. Suspiró. Quince años en los que, si quería sobrevivir, debía andarse con mucho cuidado.

Pese a no quedarle nada fuera por lo que luchar, tenía claro que no moriría a manos de Petrova, de su panda de grupis ni de ninguna de las centenares de asesinas con las que ahora compartía alojamiento y que, durante sus años como inspectora, había enviado a aquella misma prisión.

La sirena que ponía fin al último tiempo de recreo del día la sacó de su ensimismamiento. Se incorporó sin perder de vista a Petrova y a sus secuaces. Sabía que se la tenían jurada desde el mismo día en el que puso un pie en aquella prisión, al igual que el resto de las reclusas.

Podía sentir las recelosas miradas de las presas recorriendo cada centímetro de su cuerpo durante todos los segundos que permanecía con vida. Los susurros, las amenazas, las garras de la muerte acechando tras cada esquina. Como si una sombra la persiguiera todo el día, zambulléndose en sus pesadillas durante la noche hasta que llegase el preciso momento de reclamar su alma.

Un poli en prisión no duraba mucho. Ella llevaba con vida cinco largos años, pero por cómo la observaba Petrova la infinidad de veces en las que sin pudor sus miradas se habían cruzado, sabía que seguiría respirando hasta que la cabecilla de las Amazonas no diese la orden de ejecución. Sonrió de medio lado negando con la cabeza mientras atravesaba el patio con las manos aún en los bolsillos y la vista fija en la espalda de las últimas reclusas en dirigirse al interior.

Quién iba a decirle que su vida dependía de aquella mujer. Jamás, ni en sus peores pesadillas, se habría imaginado tal barbarie.

Alina Petrova lo controlaba todo en aquel infecto agujero. Contaba con el respaldo de más de la mitad de su organización que, junto a ella, cumplía condena. Disponía de fondos suficientes como para comprar, hacer y deshacer cuanto quisiera gracias a los ingentes ingresos que le proporcionaban sus negocios en aquel estercolero y que, además, se sumaban al basto capital que las mujeres que mantenían a flote su organización seguían engrosando desde el exterior.

Petrova controlaba la droga que se movía en la prisión. Tenía prostitutas trabajando para ella, y el favor de más de un funcionario, incluido el director de aquel tugurio. Todo el mundo lo sabía, pero nadie hacía nada al respecto. Era una deidad en aquel agujero, y como tal, la agasajaban tanto las reclusas como los trabajadores. Y ella era su presa.




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