El secreto de Anubis

Capítulo 2

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bajo la atenta mirada del resto de reclusas, los funcionarios de prisiones condujeron a Bryana hasta su celda. Al llegar allí le quitaron los grilletes que rodeaban sus doloridas muñecas. Acarició las marcas que el acero había impreso sobre su piel con la mirada perdida y sus atormentados pensamientos a caballo entre el angelical y pícaro rostro de Cábanno y el calcinado cadáver que yacía en la morgue. La carne quemada de su rostro, su cuerpo carbonizado y la mueca de dolor estremeció su oxidada alma. Los herrumbrosos engranajes que habían contenido durante los últimos cinco años sus lágrimas cayeron a plomo incapaces de refrenar tanto dolor.

El inspector Dwayne, más parecido a un atractivo delincuente que a un policía, había hecho un buen trabajo apelando a la estrecha relación de amistad que siempre unió a Cábanno y a Reina. A su lealtad.

Ese maldito adonis era inteligente. Sabía cómo tratar a la chusma. Sabía cómo tratar a Bryana. O eso creía, porque la inspectora Bryana Reina ya no existía. Falleció el día que puso un pie en aquel estercolero.

Gritó. Un desgarrador alarido fulminó la máscara de indiferencia tras la que se había escondido para sobrevivir de aquella inmunda sociedad de la que ahora formaba parte.

Se acercó a la litera fuera de sí. Tiró el flácido colchón al suelo y arrancó las desgastadas sábanas que comenzó a hacer jirones con sus propias manos ante el estupor del resto de reclusas, que, curiosas, se asomaban a la celda atónitas por cómo, poco a poco, la locura de Bryana iba en aumento mientras destrozaba la celda entre lágrimas y agónicos gritos de frustración.

Desde que ingresó en prisión siempre había tratado pasar desapercibida; apenas mantenía relación con nadie. Evitaba los conflictos y se mantenía al margen de todo y de todas, no para sobrevivir, sino porque en el fondo sabía que no merecía estar ahí dentro. Siempre albergó la esperanza de salir para darle caza al despiadado asesino que la metió entre rejas. Por quien perdió su trabajo, su vida y su identidad. Pero jamás imaginó que sería a costa de la vida de uno de los suyos. De… Cábanno.

Su preciada Alessia había sido brutalmente asesinada y no pudo hacer nada para salvarla. Cábanno, su pelirroja y alocada amiga de ojos verdes. Su compañera de oposición, de academia y brigada. Su amiga. Su mejor subordinada yacía ahora sin vida en una sala de autopsias.

Cábanno, su hermana de otra madre. La mujer que trató de visitarla en tantas ocasiones que llegó a perder la cuenta, aun sabiendo que no accedería a verse con ella. A la que jamás le permitió contemplar en qué se había convertido.

Tan solo en una única ocasión, Bryana acudió a la visita. Por aquel entonces ya había perdido casi cualquier esperanza de salir de allí.

Tras dos meses en prisión, habiendo pasado más tiempo en la enfermería que en su celda, le pidió a su amiga que lo dejara. Le ordenó a quien había sido su subordinada que cesara en su empeño por recurrir una sentencia firme, basada en pruebas contundentes. Unas pruebas que la señalaban a ella como única culpable del asesinato de un depredador y su reguero de víctimas. Trató de explicarle a su compañera que solo habían pasado dos meses pero que la Bryana a la que pretendía poner en libertad ya no existía.

Transcurridas un par de horas, en las que solo una hiriente sequedad que le oprimía y rasgaba la garganta la hizo ser consciente de que no había dejado de gritar ni de llorar, se dejó caer sobre los jirones amontonados en el suelo de la celda.

Alzó la vista con la esperanza de encontrarse al médico de la prisión esperando la oportunidad para inyectarle algún tipo de sedante que la indujera a una calma en la que no volviese a sentir dolor, pero le sorprendió no ver a nadie frente a la entrada de su celda. También que los funcionarios no hubiesen puesto en marcha el protocolo para reducir a una reclusa en su estado. Hasta que sus ojos se toparon con la fría y hueca mirada de Perkins. La mano derecha de Alina, quien desde la galería que quedaba frente a la suya, apoyada sobre la barandilla metálica, la observaba divertida mientras disfrutaba del espectáculo.

Bryana apartó la mirada y contuvo las irrefrenables ganas de acabar con la vida de esa hija de perra.

Sentada en una esquina de la celda, sobre los jirones de sábanas amontonados, se llevó las piernas al pecho. Se abrazó a sí misma convirtiéndose en una pétrea y rígida bola de rabia con la vista fija en la base metálica de la litera superior, ahora vacía.

Uno de los complicados engranajes de su cabeza saltó ante las repetidas ausencias de Cábanno los últimos meses.

Entre el desorden buscó con la mirada, nublada por las lágrimas, las cartas que Cábanno, ante su negativa a recibirla, le había escrito durante aquellos años y que ella había guardado con recelo y la pobre esperanza de no olvidar a la mujer que un día fue.

Se levantó para inspeccionar la base metálica que había soportado el flácido colchón ahora en mitad de la celda. No estaban.

Dio media vuelta sobre sus talones para rebuscar entre los trozos de tela que había a su alrededor. Llegó hasta el colchón, lo levantó, sin demasiado esfuerzo, y lo tiró contra la pared trasera de la celda.

Alzó la vista en dirección a la puerta. Junto a los barrotes, desperdigadas, estaban todas las cartas de la única persona para la que había existido durante esos últimos cinco años. Se arrastró por el suelo entre lo poco que quedaba de las sábanas.




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