El secreto de Anubis

Capítulo 3

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A lo largo de su vida podía enorgullecerse de haber quebrantado tan solo uno de los siete pecados capitales de la cristiandad: la lujuria.

De manera recurrente y cada vez que tenía la oportunidad, se saciaba de mujeres bellas, accesibles y que evitasen el compromiso.

Su trabajo apenas le dejaba tiempo para la tediosa labor de mantener viva la llama de una relación estable. Lo intentó al poco de ingresar en el cuerpo. Conoció a una mujer en la Academia que perfectamente podía haber sido la madre de sus hijos: inteligente, preciosa, divertida… Su relación fue viento en popa y a toda vela hasta que solicitó plaza en la UDYCO. Fue entonces cuando comenzaron los problemas. Discusiones diarias, algunas de ellas sin sentido y por tonterías, comenzaron a quebrar la relación. Los turnos de trabajo —que en ocasiones se alargaban horas e incluso días— tampoco es que ayudasen. Alzó el brazo y acarició el lomo negro de su rottweiler.

Fracasó. Aquella idílica relación acabó tan mal que juró que jamás volvería a comprometerse, y mucho menos con alguien del trabajo.

Había programado la alarma del reloj de su mesilla de noche para que sonara a las nueve de la mañana, pero eran cerca de las doce y seguía remoloneando en la cama junto a Nugget, su gigantesco perro. El único ser vivo con el que no había podido evitar mantener una relación estable. Palmeó el cuarto trasero del perro sin que el animal se inmutara.

No era un hombre perezoso. Se había pasado casi toda la noche trasladando junto a Parker las pertenencias de Bryana a su loft en las afueras de la capital, así que podía decirse que tenía una excusa para zanganear un rato en la cama.

—Das un calor de mil demonios. —Empujó a Nugget en un intento por apartar el lomo de su cuerpo.

En unos días la primavera daría paso al verano. Algunas noches frescas, como la pasada, ponían de manifiesto que el cambio de estación no se había producido pero los días comenzaban a ser criminales. El calor a partir de media mañana hasta que se ocultaba el sol parecía haberse adelantado en un pulso estacional que la primavera perdería, como cabía esperar.

Estaba sudando. La bola de pelo y músculo, de más de cuarenta kilos, que plácidamente se estiraba usurpando su espacio en la cama, acrecentaba la sensación de calor y la necesidad de una ducha de agua fría que llevaba toda la noche deseando darse; desde que la gélida y sensual mirada de Bryana le arrebató su profundo y placentero sueño, colándose donde ninguna otra mujer con la que había mantenido una relación, ya fuera esporádica o estable, había logrado. La inspectora Reina había despertado en él sentimientos confusos, contradictorios, desconocidos y primitivos.

Colocó el brazo sobre el lomo de Nugget, que dormitaba a su lado. Acarició con suavidad al perro al compás de su relajada respiración. Giró la cara en dirección al salón y observó en la distancia las cajas amontonadas con las pertenencias de la inspectora. Se encontraban junto al sofá, alrededor de la mesa del comedor que había pegada a la pared de la puerta de su casa, y también sobre la mesa de centro situada frente a la televisión, entre el sofá y el mueble principal.

La perspectiva en altura de la única habitación de aquel loft le otorgaba unas vistas privilegiadas de toda la vivienda a través de la barandilla de cristal, así como de la ardua y compleja tarea que le aguardaba.

Se incorporó desnudo, ataviado tan solo por un bóxer negro, y se sentó en la cama mirando las cajas. Apoyó los codos en las rodillas y la barbilla sobre sus manos cerradas en un único puño.

Bip, bip, bip, bip.

Su móvil vibró sobre la mesilla. Se estiró para contestar la llamada sin comprobar en la pantalla de quién se trataba. Puso el manos libres. Se levantó y se acarició el abultado miembro.

—¡Buenos días, Dom!

Miró con pereza la pantalla del teléfono.

—Buenos días, Selena.

—Perdona, ¿te he despertado?

—No. Apenas he pegado ojo en toda la noche. —Se acercó a la cómoda blanca que había frente a la cama y del primer cajón sacó unos calzoncillos y un par de calcetines.

—¿Problemas con algún caso? ¿Necesitas que te eche una mano? —Dóminic se acercó a los pies de la cama y dejó la ropa interior sobre las sábanas negras—. Nosotros acabamos de cerrar el caso Mediterráneo y…, bueno, te llamaba por si… te apetecía celebrarlo. Comenzarías el día más relajado y despejarías tu mente.

—Vas hasta arriba de cafeína, ¿verdad? —Rio.

—Sí, bueno, ya me conoces. Ha sido una noche complicada. ¿Qué me dices? Prometo que esta vez te pagaré una lámpara de noche nueva si nos cargamos esa cosa horrorosa que has puesto junto a la cama.

—No puedo. —Sonrió de medio lado, negando con la cabeza al recordar la última vez que habían celebrado algún logro laboral.

Fue épico y un error que terminó con la lámpara de noche en forma de luna llena hecha añicos en el suelo. Al día siguiente se acercó a la primera tienda de lámparas que encontró de camino al trabajo y compró la típica de escritorio en forma de brazo metálico: cromada y fea. Selena tenía razón: era horrorosa.

Selena Martín era una antigua compañera de brigada. Una preciosa rubia de ojos verdes e infinitas y torneadas piernas. Delicada como una exótica flor. Inteligente, desinhibida y siempre dispuesta a pasar un buen rato. Accesible y a su alcance, Dóminic cometió el gravísimo error de compartir con ella oficina y cama en más de una ocasión. Lo que comenzó siendo un error esporádico, que puso el broche de oro a un caso complejo y el duro trabajo de meses de investigación, terminó convirtiéndose en una extraña relación en la que cualquier excusa era buena para echar un polvo.




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