El secreto de Caldrennia

Prólogo

La habitación estaba sumida en una suave penumbra, solo iluminada por la luz tenue de la ventana, alumbrada por las estrellas. Lina, preparada para dormir, se acomodó bajo las mantas, mirando a su madre con una expresión ansiosa en sus ojos.

—Mamá— dijo en voz baja, casi como si estuviera buscando el momento perfecto —¿Puedes contarme un cuento?

Su madre sonrió, sentándose al borde de la cama. Acarició la mejilla de Lina y se inclinó hacia ella.

—Claro, cariño, pero ¿de qué te gustaría que fuera el cuento?— preguntó tranquilamente, sabiendo que siempre le gustaba escoger un tema diferente cada noche.

Lina mordió su labio inferior, pensativa, mientras su dedo índice trazaba pequeños círculos en las sábanas.

La pequeña no tardo mucho en responder. —Cuentame una historia de amor.

Su madre se sorprendió por un momento, pero a los pocos segundos asintió con su cabeza.

—Eso suena... interesante— dijo, sonriendo —¿Qué te parece si lo hago largo y detallado? Así puedes imaginarlo todo con más claridad.

Lina asintió con entusiasmo, encogiéndose aún más bajo las mantas.

—¡Sí, por favor! Pero, mamá... espero que tenga un final feliz, no me gustan los cuentos que terminan tristes.

Su madre solo acaricio su cabello, pero no dijo nada al respecto y simplemente se preparó para contar la historia.

—Hace muchos años, en el reino de Caldrennia, existió un secreto tan profundo y poderoso que ni el paso del tiempo ni los muros del castillo lograron silenciar por completo. Es una historia que los reyes quisieron borrar, pero que no muchos pudieron olvidar. En aquellos años, Caldrennia era un reino de alianzas y tratados, donde los matrimonios no se celebraban por amor, sino por política. Los reyes decidían el destino de sus hijos, asegurándose de que cada unión fortaleciera el poder de la corona. Así era, y así debía ser. El príncipe heredero, estaba destinado a casarse con una princesa de un reino vecino. Ese matrimonio sellaría una alianza crucial para la paz y la estabilidad de ambas tierras. Pero el tenía otros planes, el quería ser libre, quería poder tomar sus propias decisiones, pero eso cambio cuando conoció a una chica, ella no era una princesa, era una plebeya. Ella no llevaba una corona sobre su cabeza, ni joyas, ni sangre real en sus venas. Ella tenía algo mucho más valioso, un gran corazón y eso fue lo que cautivó al principe. Los dos comenzaron a encontrarse en secreto, ocultándose del mundo que jamás permitiría su amor. Se enamoraron profundamente, desafiando todas las reglas que el reino había establecido. Pero los muros del castillo tienen oídos, y el amor, por mucho que trate de esconderse, siempre encuentra la forma de revelarse. Cuando los reyes descubrieron lo que ocurría, su furia no tuvo límites. Para ellos, el deber era más importante que los sentimientos y las tradiciones de la corona no podían romperse. Así que tomaron medidas drásticas: separaron a los amantes y ordenaron que se borrara cualquier rastro de su historia, como si nunca hubiera existido.

La niña, con sus ojos grandes y brillantes, levantó la vista y con la curiosidad que solo los más pequeños poseen, preguntó con inocencia. —Y se quedaron juntos, mamá?

Su madre la miró suavemente, sonriendo melancólicamente. Después de un largo silencio, con un suspiro profundo, le respondió.

—Pues...




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