El sol apenas comenzaba a asomar por los altos torreones del castillo de Caldrennia, pintando el cielo de un suave naranja que prometía un día caluroso. En la plaza del mercado, la gente se movía con prisa: comerciantes gritaban ofertas, niños corrían entre los puestos, y el olor del pan recién horneado se mezclaba con el aroma del incienso quemado en honor a los dioses del reino. Pero dentro de los muros del palacio, el mundo era muy diferente.
Él príncipe Felix estaba sentado en el borde de una fuente en el jardín real, jugueteando con una flor recién arrancada. La brisa fresca acariciaba su cabello negro como la noche, desordenado como siempre. Los jardineros lo observaban de reojo, murmurando entre ellos; sabían que no debían interrumpir al príncipe, pero tampoco podían ignorar la evidencia de su acto impulsivo: la flor arrancada pertenecía al delicado jardín de su madre, la reina.
—¿Otra vez rompiendo las reglas, alteza?—preguntó una voz femenina detrás de él.
Felix se giró con una sonrisa, listo para responder pero se encontró con la severa mirada de Lady Dalila, la dama de compañía de la reina. Su sonrisa se desvaneció.
—Es solo una flor— dijo finalmente, encogiéndose de hombros.
Dalila no se molestó en responder; simplemente señaló hacia el gran salón donde, Felix debía estar en ese momento, escuchando atentamente los planes de su padre para el futuro del reino. Con un suspiro exagerado, el se levantó y lanzó la flor al agua de la fuente.
Dalila lo siguió de cerca, sin poder evitar admirar su gran cuerpo. No era ningún secreto que todas las mujeres del reino suspiraban por el príncipe. El hecho de ser príncipe ya lo hacía deseable, pero su atractivo y su figura imponente lo hacían aún más irresistible. Entre todas esas mujeres, Dalila se encontraba, aunque sabía que Felix no estaba interesado en ella, ni en nadie más.
El gran salón estaba lleno de nobles que charlaban en voz baja. Felix entró sin prisa, ignorando las miradas de los nobles. Su padre, el rey Edmund, estaba de pie frente a un mapa desplegado sobre una mesa de madera tallada. Al verlo llegar tarde, frunció el ceño, pero no dijo nada. Había aprendido que las reprimendas públicas no funcionaban con su hijo.
—Felix, necesitamos discutir tu futuro— comenzó el rey, señalando una de las marcas en el mapa. Era el reino de Valeris, conocido por su poder militar y su riqueza minera. —La princesa Ava es una candidata ideal. Su matrimonio fortalecería nuestra alianza y aseguraría la paz en nuestras fronteras.
—¿Y qué tal si primero me preguntan si quiero casarme?— preguntó, apoyándose descuidadamente en una de las columnas de mármol.
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala. Los nobles intercambiaron miradas incómodas, y el rostro del rey se endureció.
—No se trata de lo que quieres, Felix. Se trata de lo que necesita el reino.
—¿Y el reino necesita que yo sea miserable?—replicó Felix, alzando una ceja.
Antes de que la discusión pudiera escalar, la gran puerta del salón se abrió, y una mujer entró, era la reina Katherine.
La reina Katherine, majestuosa como siempre, caminó con paso firme hacia el centro del salón. Su vestido de terciopelo azul oscuro, bordado con hilos de plata, reflejaba la luz que se filtraba por los vitrales, y su mirada calmada pero autoritaria hizo que todos los murmullos cesaran.
—Edmund, ¿de verdad crees que este es el mejor momento para esta conversación?— preguntó, lanzando una mirada significativa a su esposo antes de girarse hacia Felix.
Felix la observó con un destello de gratitud en los ojos. Su madre era una de las pocas personas en el reino que comprendía su deseo de libertad, aunque eso no significara que siempre lo apoyara.
—Madre, estoy completamente de acuerdo contigo. Tal vez sería mejor discutir esto... no sé, nunca— Su sonrisa divertida apareció de nuevo, arrancando una pequeña risa de uno de los guardias que custodiaba la puerta, una rida que por suerte, nadie pareció escuchar.
—Felix, basta— respondió la reina, aunque en su tono había un deje de indulgencia. —Lo que está en juego aquí es importante, y tú lo sabes.
—Lo sé, madre. Pero... ¿Es tan difícil entender que no quiero casarme con la princesa... como se llamaba?.
La reina suspiró, acercándose a él y colocando una mano en su hombro.
—Eres un líder, hijo, aunque no lo veas ahora. Pero tu libertad no puede ir en contra del bienestar de nuestro reino.
El silencio se adueñó del salón.
—Quizá seré un líder algún día, pero no voy a tomar decisiones importantes mientras me siento acorralado.
—Entonces quizá deberíamos mostrarte lo que realmente está en juego— interrumpió el rey, esta vez con un tono más frío.
El rey Edmund respiró hondo y se acercó a su hijo, colocando una mano firme en su hombro. Sus ojos se encontraron, y en la mirada del rey había una mezcla de autoridad y genuina preocupación.
—Felix, sé que esto no es lo que querías escuchar, pero debes entender algo importante. Este matrimonio no es solo un capricho político. Es una necesidad.
Felix bufó, apartando la mirada.
—Siempre es una necesidad. ¿Y qué hay de lo que yo necesito?
El rey apretó ligeramente el hombro de su hijo, obligándolo a prestar atención.
—Lo que tú necesitas, hijo, es lo mismo que necesita nuestro pueblo: paz y estabilidad. Valeris está al borde del caos. Su rey apenas puede mantener unidas a las facciones que luchan por el poder. Si estalla una guerra civil allí, no será solo su problema. Nuestras fronteras estarán en peligro. Los pueblos cercanos serán arrasados.
—¿Y cómo evita eso que yo me case con una princesa que ni siquiera conozco?— replicó Felix, frunciendo el ceño.
—Porque un matrimonio con la princesa Ava no solo asegura una alianza política. Es una declaración de unidad. Muestra al mundo, y a su propio reino, que Valeris y Caldrennia están juntos. Los nobles de Valeris que intenten rebelarse lo pensarán dos veces si saben que Caldrennia está de su lado. Y si el pueblo ve esta unión, tendrán esperanza de que la paz es posible.