—Margaret necesitamos hablar—dije entrando a la habitación, ella ya dormía plácidamente como si nada hubiera pasado mientras a mí las dudas y la preocupación me estaban volando la mente. No iba a dejar que esta conversación pasara de hoy, pues mañana temprano tenía una reunión importante.
—Margaret tenemos que hablar—dije tocando su brazo y despertándola.
—¿El bebé está bien? —preguntó abriendo los ojos soñolienta.
—El bebé sí está bien. Lo que no está bien es lo que estás haciendo con Santiago y Sofía.
—Es media noche y estoy cansada. Hablemos en otro momento.—fue su respuesta evasiva.
—Me importa un carajo que sea media noche. Hablaremos ahora. —dije enojado. Su indiferencia hacia nuestros hijos me molestaba extremadamente.
—¿Qué quieres hablar? —preguntó, sentándose enojada y cruzándose de brazos.
—¿Qué cambió? ¿Por qué tanta indiferencia hacia los niños? No se merecen eso—exclamé.
—Si te das cuenta César, cargué nueve meses en mi panza a bebé Ares, creció dentro de mí, sentí sus pataditas aquí en mi estómago. Lo traje al mundo con dolor, tiene nuestra sangre, ¿quieres más que eso? No quiero que mi hijo legítimo tenga que compartir su herencia con dos niños que no son nada de nosotros.
—¿De qué herencia hablas? —pregunté mostrándome calmado, aunque por dentro hervía mi sangre—. Nunca has trabajado, tu familia es pobre, clase baja, lo poco que tienen es porque yo se los he dado. Así que si únicamente quieres dejarle una herencia al bebé Ares trabaja para ello y haz tu propia fortuna. El día que muera le dejaré la misma cantidad de dinero a cada uno de mis hijos por igual.
—¡Ares es tu hijo! ¡Tu único hijo! Mi amor por qué te cuesta tanto entenderlo… —yo caminé enojado hacia una de las gavetas y tomé el álbum de fotos de los pequeños.
—Mira Margaret. Hemos sido tan felices con nuestros tres hijos—pronuncié.
—No puedes obligarme a amarlos igual que a mi hijo.
—Haz lo que quieras, pero si noto que vuelves a tratar indiferente a uno de nuestros hijos, nuestro matrimonio terminará y te irás de esta casa. Agendaré una cita con el psicólogo e irás mañana temprano.
—¡No estoy loca! ¡El amor no es obligado! No iré al psicólogo.
—No me estás entendiendo Margaret o vas al psicólogo y vuelves a ser la madre cariñosa de antes o te irás de esta casa que está a nombre de los gemelos a donde vive tu familia. —grité enojado.
—Eres un mal esposo y un mal padre. Prefieres separarte de mí y de tu hijo, tu único hijo legítimo, antes de que alejar a esos niños que no son nada tuyo de aquí. Deberías elegir primero a tu familia... —afirmó llorando. En su mente distorsionada ella tenía toda la razón.
—Ellos son mi familia. Recuerda o vas al psicólogo mañana o te vas de aquí—respondí, saliendo enojado de allí y tirando la puerta tras de mí.
—¡Malditos niños! ¡No voy a dejar que acaben con mi matrimonio y con el futuro de mi hijo! —murmuró Margaret enojada.
Yo fui hasta mi despacho. Llamé a mi psicólogo aunque era bastante tarde y agendé una cita con él con la esperanza de que Margaret debido a tanto estrés estuviera sufriendo algún tipo de reacción negativa hacia los niños, esperaba que fuera algún evento psicológico. Margaret y yo llevábamos muchos años juntos y la había amado hasta hoy completamente, pero su actitud egoísta y malvada me hacía sentir completamente decepcionado. ¿Cómo no podía amar a los gemelos, dos pequeños tan amables y cariñosos a los que criamos desde que eran bebés? Tenían solo unas horas de nacidos cuando los adoptamos, los cuidamos, nos desvelamos con ello. Por otro lado, éramos ricos, a Margaret no le faltaba absolutamente nada, compraba todo lo que quería, tenía una niñera que era quien se encargaba de los gemelos desde que eran pequeños. Habían empleadas domésticas en la casa que hacían absolutamente todo, tenía chofer y guardaespaldas, si el bebé no tenía niñera es porque ella no había querido y aún así la niñera de los gemelos a veces los cuidaba. No le faltaba nada y aún así estaba inconforme con la vida que llevábamos, una vida que cualquiera envidiaría.
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María, la niñera de los niños estaba en su casa viendo la televisión, era tarde en la noche cuando sintió el timbre sonar. Se levantó y abrió un poco la puerta. Había una joven de unos veinticuatro años allí:
—Hola señora María Gil necesito hablar con usted—pronunció la chica.
—¿La conozco? —preguntó ella y la joven se quedó mirándola.
—No me conoce pero tengo una oferta de empleo que hacerle...
—Ya tengo trabajo y es tarde—dijo la señora intentando cerrar la puerta. La mano de un hombre sujetó la puerta abriéndola completamente y ambos pasaron.
—Llamaré a la policía—dijo la señora mientras el sujeto sacó un arma y le apuntó.
—Baja el arma Fred solo vamos a hablar—dijo la chica sujetando la mano del hombre y bajándola.
—Por Dios no tengo dinero, pueden llevarse lo que quieran pero...
—No queremos dinero señara Gil, solo quiero un favor. Mañana usted va a ir a la casa de César Duarte y va a renunciar a su trabajo como niñera y va a recomendarme.
—Esos niños son unos angelitos yo nunca les haría algo así.
—Su hija y su nieto también lo son—dijo la chica tirando unas fotos sobre la mesa y la señora la miró tomándolas entre sus manos y llorando, eran su hija y su nieto. —Una madre está dispuesta a todos por sus hijos, eso lo tengo claro. Usted haga lo que le pido y le daré dinero suficiente para que se vaya a ser feliz con su familia. Yo no le haré daño a esos niños —se corrió hacia atrás en la silla y se recostó juntando las manos y esperando la respuesta de la señora.