Prólogo
Silencio y secretos
Primer Luna, Año 358 A.P.C.
Siete años de edad.
Desde que tiene uso de razón, la joven Astrid Valdoria ha vivido tras las oscuras y frías paredes de su hogar, oculta ante la mirada de la sociedad y vida misma; destinada a observar la fugaz, marchita y valiosamente destructiva existencia desde las sombras.
Sentada en el viejo banco de madera en la habitación más alta de su hogar, Astrid dejaba que un pequeño trozo de carbón se deslizara sobre el papel, trazando siluetas de las figuras que alcanzaba a ver desde aquel oscuro rincón. Ese era su lugar, su único refugio permitido por sus padres. El rincón que ella misma ha llamado: mío.
Con una pequeña vela como su única compañera, lleva ambas manos al frente donde sus manos tocan el vidrio de la ventana que la oculta, podía escuchar el viento rugir fuertemente en el exterior, las personas caminaban rápidamente por las calles adoquinadas que decoraban la ciudad. Quería ser uno de ellos. Lo quería tanto como su propia vida.
Pero sus sueños de libertad se desvanecieron de golpe al escuchar pasos pesados resonando sobre la vieja madera en las escaleras de su hogar. El sonido de cada paso, el suave olor a frutillas y ese pequeño tintineo de dos agujas rebotar dentro de un cristal la obligaron a volver a su cama de un brinco.
No le temía a su madre, por supuesto que no, podía enfrentarla como comúnmente lo hacía y recibir dos bofetadas; eso la mantenía centrada en no escapar. Lo que le aterraba era lo que podría pasar si escapaba y sus padres terminaban muertos.
Astrid no sabía lo que sucedía fuera de su hogar, en las calles lejos de esa ventana, o esos gritos que solía escuchar en tardes tranquilas. No sabía absolutamente nada, y eso la desconcertaba. Sin embargo, ese estremecedor recuerdo de su madre siempre la hacía temblar de miedo.
Su madre, Ildara, hincada frente a ella, ambas escondidas en el ropero de su habitación, en un rincón oscuro donde la penumbra las acogía, le apretaba la cabeza con ambas manos, los rizos sobre salían de sus dedos, pegando su frente a la de ella con tanto fervor que el ambiente frío se volvía sofocante, como si el calor mismo quemara su piel. Las mismas ocho palabras las repetía por novena vez en dos lunas; a cada temblor, su madre apretaba los dedos sobre su pálida piel, dejando aterradoras marcas en los delgados brazos de Astrid.
—Si ellos te ven, nos cortarán el cuello.
Las palabras eran tan aterradoras como el simple deseo de muerte en los ojos desorbitados y sollozantes de su madre. Un nudo se formó en el estómago de Astrid, obligándola a gritar por ayuda por primera vez cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, intento zafarse del agarre con mordiscos y chillidos.
Su madre no cedía a los tortuosos gritos de Astrid, en cambio, solo una cosa la hizo detenerse: un profundo rasguño en su rostro, donde las gotas de sangre comenzaban a deslizarse lentamente hasta la vieja madera del ropero.
El silencio y la serenidad lleno la habitación, un silencio que se sintió eterno y pesado como el plomo. Luego, Ildara, cerro los ojos y dejó caer el pequeño cuerpo de Astrid al suelo con un estrepitoso golpe.
—Sangre cobra sangre —le decía al oído en un gruñido estremecedor, aferrando su mano al cuello de Astrid.
La presión en su garganta la sofocaba a cada segundo, el aire se le escapaba y el terror se apoderaba de cada fibra de su ser. Sus piernas pataleaban, sus manos arañaban el suelo, intentando encontrar una salida que no existía. La voz de su madre, convertida en un murmullo sombrío, repetía las mismas palabras como una sentencia ineludible.
El recuerdo de aquella noche la hacía estremecer. Saber que su madre se encerró en su habitación por cuatro días, sin hablar ni comer, la reconfortaba de una manera perversa. No la odiaba, pero la idea de que su madre también sufría le daba un extraño consuelo.
Astrid se acurrucaba bajo las sábanas de su cama, escuchando como el rechinido de las escaleras paraba justo frente a su puerta. Los pasos no cedieron; volvieron a bajar cuesta abajo en cuanto Astrid dejo de respirar y apretó los dedos en un puño.
Cuando la puerta principal cerro, Astrid dejo caer la sábana al suelo y a suaves zancadas se sentó en un banco de madera frente a la ventana.
Las hojas arrugadas y con manchas de carbón flotaron en el aire suavemente hasta terminar cerca de la sábana blanca que la cubría. Su madre salía de su hogar vistiendo un bello vestido en representación a las costureras del rey.
Astrid suele dibujar, desde la ropa hasta el cabello. Alugas veces crea historietas, dibujos o tontos pensamientos de ella riendo junto a los niños de su edad, pero una sola palabra siempre se repite en todas hojas: libertad.
Los niños en el exterior se paseaban por las calles alzando hojas al cielo donde practicaban sus oraciones diarias al dios de los cinco mares y tierras: Rhuili. Sus risas alegres llenaban el aire de la noche, y ella, los observaba desde la patética sombra frente a la petulante y nada agradable ventana. Cerrando los ojos, imaginaba como sería sentir la briza de la noche en su piel o escuchar el rugido del mar, sueños que solo existían en las historias que su amoroso padre le contaba.
Desde la pequeña y tierna edad de cinco años, su padre, Elion, solía relatarle la belleza del mundo, cómo el verde de los árboles podía devolverle la vida a su rostro y ese color rojizo de sus mejillas se aplacaba con un chapuzón en el mar. Sin embargo, ante todas las historias, Astrid siempre pedía la misma: el mar.
Astrid sabe que el agua se siente deliciosa cuando llega a la orilla y le toca los dedos de los pies; también sabe que, si el agua es demasiado fría, su cuerpo temblaría por los escalofríos. Casi siempre, cuando cierra los ojos puede sentir el agua fría provocándole escalofríos, aunque la única agua que había conocido era la de la bañera de su hogar.