El sello de la bruja

Prólogo

Primer Luna, Año 358 A.P.C.

Siete años de edad.

Desde que tengo uso de razón, he vivido tras las oscuras y frías paredes de mi hogar, oculta ante la mirada de la sociedad y de la vida misma. Siempre destinada a observar la fugaz, marchita y valiosamente destructiva existencia desde las sombras.

Sentada en el viejo banco de madera, en la habitación más alta de nuestra casa, dejaba que un pequeño trozo de carbón se deslizara sobre el papel, trazando siluetas de las figuras que alcanzaba a ver desde mi oscuro rincón. Ese era mi lugar, mi único refugio permitido por mis padres. El rincón que, en secreto, llamo mío.

Con una pequeña vela como mi única compañera, llevo ambas manos al frente, donde mis dedos tocan el vidrio de la ventana que me oculta. Podía escuchar el viento rugir con fuerza afuera, mientras las personas caminaban apresuradamente por las calles adoquinadas de la ciudad. Quería ser una de ellas. Lo deseaba tanto como deseo mi propia vida.

Pero mis sueños de libertad se desvanecieron de golpe al escuchar los pasos pesados resonando sobre la vieja madera de las escaleras. El sonido de cada paso, el suave olor a frutillas y ese inconfundible tintineo de dos agujas rebotando dentro de un cristal me obligaron a saltar de un brinco a la cama.

No es que le tema a mi madre, claro que no. Podía enfrentarla, como tantas veces lo había hecho, y recibir dos bofetadas; eso era lo que me mantenía centrada, evitando cualquier impulso de escapar. Lo que realmente me aterraba era lo que podría suceder si escapaba... y mis padres terminaban muertos.

No sé qué sucede más allá de mi hogar, en esas calles que se extienden lejos de esta ventana, ni entiendo los gritos que a veces se filtran en las tardes silenciosas. No sé absolutamente nada, y eso me desconcierta. Sin embargo, el recuerdo de mi madre siempre logra que un escalofrío recorra mi cuerpo.

Aún la veo hincada frente a mí, las dos escondidas en el ropero de mi habitación, en ese rincón oscuro donde la penumbra nos envolvía. Sus manos apretaban mi cabeza con fuerza, sus dedos se hundían en mis rizos, pegando su frente a la mía con tal fervor que el aire frío se volvía sofocante, como si el calor mismo quemara mi piel. Repetía las mismas ocho palabras por novena vez en solo dos lunas. Con cada temblor que sentíamos, sus dedos se clavaban más en mi pálida piel, dejando marcas profundas en mis delgados brazos.

—Si ellos te ven, nos cortarán el cuello.

Las palabras eran tan aterradoras como el simple deseo de muerte en los ojos desorbitados y sollozantes de mi madre. Un nudo se formó en mi estómago, obligándome a gritar por ayuda por primera vez mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Intenté zafarme de su agarre con mordiscos y chillidos, desesperada.

Más, sin embargo, mi madre no cedía ante mis tortuosos gritos. Lo único que la detuvo fue cuando, en un arrebato de desesperación, mi mano rasguñó su rostro. Vi cómo las gotas de sangre empezaron a deslizarse lentamente hasta caer en la vieja madera del ropero.

El silencio que siguió fue abrumador. Se sentía eterno, pesado como el plomo. Luego, sin abrir los ojos, mi madre dejó caer mi pequeño cuerpo al suelo con un golpe seco y estrepitoso.

—Sangre cobra sangre —murmuró al oído, en un gruñido que me heló hasta los huesos, mientras aferraba su mano a mi cuello.

La presión en mi garganta aumentaba con cada segundo que pasaba. El aire se escapaba de mis pulmones, y el terror me invadía, adueñándose de cada rincón de mi ser. Mis piernas pataleaban, mis manos arañaban el suelo en busca de una salida que no existía. Y mientras tanto, la voz de mi madre, convertida en un murmullo sombrío, repetía aquellas palabras como una sentencia ineludible.

El recuerdo de aquella noche siempre me hace estremecer. Saber que mi madre se encerró en su habitación durante cuatro días, sin hablar ni comer, me reconforta de una manera perversa. No la odiaba, pero el hecho de que ella también sufriera me daba un extraño consuelo.

Acurrucada bajo las sábanas de mi cama, podía escuchar el rechinar de las escaleras detenerse justo frente a mi puerta. Los pasos no cedieron; simplemente volvieron a bajar en cuanto dejé de respirar y apreté mis dedos en un puño.

Cuando la puerta principal se cerró, dejé caer la sábana al suelo y, a pasos suaves, me dirigí al banco de madera frente a la ventana.

Las hojas arrugadas y manchadas de carbón flotaron en el aire antes de aterrizar cerca de la sábana blanca que me cubría. Desde allí, podía ver cómo mi madre salía de casa, vestida con un bello atuendo representando a las costureras del rey.

A menudo, dibujo. Ropa, rostros, escenas. A veces creo historietas, tontos pensamientos de mí misma riendo junto a niños de mi edad, pero hay una palabra que siempre aparece en cada hoja: libertad.

Afuera, los niños paseaban por las calles, levantando hojas al cielo mientras practicaban sus oraciones al dios de los cinco mares y tierras, Rhuili. Sus risas alegres llenaban el aire de la noche, y yo los observaba desde mi patética sombra, escondida tras la ventana que tanto odiaba. Cerraba los ojos e imaginaba cómo sería sentir la brisa nocturna en mi piel o escuchar el rugido del mar. Eran sueños que solo existían en las historias que mi amoroso padre me contaba.

Desde que tenía cinco años, mi padre, Elion, solía relatarme la belleza del mundo. Me decía cómo el verde de los árboles podía devolverle vida a mi rostro y cómo el color rojizo de mis mejillas se aplacaría con un chapuzón en el mar. Sin embargo, entre todas sus historias, siempre pedía la misma: el mar.

Sé cómo se siente el agua cuando llega a la orilla y toca los dedos de mis pies, aunque nunca la haya visto. Sé que, si el agua está muy fría, mi cuerpo temblaría por los escalofríos. Casi siempre, cuando cierro los ojos, puedo imaginar cómo el frío del mar recorre mi piel, aunque la única agua que conozco sea la de la bañera de mi casa.




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