El sello de la bruja

Capítulo 1

Capítulo 1

El diario encantado

En el año 358 A.D.C., encontré el diario encantado que cambiaría mi vida para siempre. Poco sabía en ese momento que, en apenas dos ciclos solares, el mundo que conocía comenzaría a desmoronarse.

12 solares después.

Cuarta luna, año 370 D.P.C.

19 años de edad.

Acaricié la grabadora café con cariño, recordando cómo mi padre, Elion, me la había regalado en mi octavo cumpleaños cuando le pregunté: "¿Cómo suenan las olas del mar?".

Me había prometido que la grabadora podría capturar cualquier sonido que yo deseara.

Aún tengo muy presente el día en que mi padre regresó. La calle principal estaba cubierta por una suave llovizna que apenas había logrado mojar su ropa gruesa y desgastada. Había atravesado cuatro ciudades distintas, desafiando la lluvia persistente, el sol abrasador y hasta la nieve en su camino.

Cuando finalmente apareció en la puerta de mi habitación, pude ver el cansancio en sus ojos, pero también una suave sonrisa de satisfacción. Había cumplido su promesa, y aquella valiosa grabadora, un objeto que solo la familia real podía poseer, ahora estaba en mis manos.

Lo recibí con los ojos llenos de emoción, sabiendo que, a partir de ese momento, podría escuchar las olas del mar cada vez que quisiera. La grabadora estaba envuelta en un pañuelo seco, oculta bajo capas de ropa para protegerla del frío y la lluvia.

Me entregó cuatro casetes marcados con los nombres: mar, taller, bosque y nieve. Los guardo en un cajón cerca de la ventana, junto a la silla de madera que mi padre construyó para mí hace diecinueve años.

A veces, sentarme en esa silla y observar a las personas pasar por la calle me entristece. Prefiero sentarme en el suelo, con la espalda contra el mueble y mis botas negras estiradas bajo la cama. Es algo que hago con más frecuencia ahora que cuando tenía nueve años, cuando solía pelear con mis padres por saber la verdad. Odiaba esas peleas, odiaba sentir el cosquilleo en mis manos, sin entender por qué mis emociones se intensificaban tanto. Solo el golpe de mi madre lograba calmar el calor que me ardía por dentro.

Ahí estaba, sentada en el suelo, con las piernas bajo la cama, evitando mirar la silla que me hacía suspirar. La odiaba y la quería al mismo tiempo; era lo único que me hacía sentir que era una persona.

Mis padres no me entendían, nadie lo hacía.

Nadie me conocía de verdad, y la única persona que alguna vez había llamado amiga me había llamado bruja. No sabía qué significaba esa palabra, era desconocida para mí. Mis padres me habían ocultado tantas cosas que una sola pregunta podía condenarme al sótano oscuro y polvoriento.

Decidí guardar aquel secreto para mí. Mantenerlo oculto significaba libertad, la única libertad que podía disfrutar en este lugar que mis padres llamaban hogar.

Un suave chisporroteo en la ventana me hizo estremecerme. Despertó en mí un fugaz deseo de ver la lluvia, algo que no había caído en dos meses tortuosos. Imaginé cómo reaccionarían las personas al ver las primeras gotas, pero la lluvia cesó antes de comenzar, frustrando mi ilusión.

Por primera vez, decidí no sentarme en la vieja silla de madera. Aparté ese deseo de mi mente y volví a mi lugar habitual, escondiendo mis piernas bajo la cama. Lo único que pensé fue: “quizá debería enfocar mi mente en otra cosa”.

Y lo hice.

Me deslicé por completo al suelo y alcancé una libreta con hojas cosidas por un cuero de poco valor, un regalo de mi padre. La libreta estaba escondida bajo la cama, en el rincón más oscuro donde mi madre no la pudiera encontrar. El polvo y el carbón se adhirieron a las yemas de mis dedos.

Las hojas, lisas, arrugadas y manchadas estaban llenas de retratos meticulosos de las personas del pueblo, dibujadas con carbón de la chimenea, en diferentes ropas, etnias, colores y expresiones. Lo tenía todo ahí, y eso me asustaba. Era mi única forma de ver el mundo con mis propios ojos.

Lancé la libreta al suelo con un suspiro de frustración y soledad. Necesitaba consuelo, algo que me recordara que no estaba sola. Me levanté de un salto y agarré los auriculares que aún estaban conectados a la grabadora café. Cerré los ojos mientras me los colocaba sobre los oídos, sintiendo cómo el mundo comenzaba a desvanecerse.

Los auriculares eran un misterio para mí. Mi padre los había descrito como una ventana hacia la belleza, una forma de experimentar el mundo que la vista no podía ofrecer. Sin embargo, sabía que tales artefactos estaban prohibidos en el reino.

Cada noche me preguntaba cómo mi padre los había conseguido y por qué me pedía con tanta insistencia que los ocultara de la luz del sol. Observé la extraña marca en la parte inferior de la grabadora, un círculo profundo que parecía haber sido raspado con un cuchillo o algo similar, como si alguien hubiera intentado borrar cualquier rastro de su origen.

Mi mano subió hasta el cajón donde guardo los demás casetes. Amo escuchar el bosque; me siento conectada con la naturaleza, con los pajarillos y el sonido de las hojas cayendo al suelo.

Mientras me perdía en mis pensamientos, el sonido de la lluvia golpeando el cristal de la ventana me sacó de mi ensimismamiento. Era un sonido tan vívido y real que, por un segundo, olvidé las normas y limitaciones que rodeaban mi vida. Cuando me di cuenta, estaba de nuevo sentada en el viejo banco de madera, observando a los niños jugar bajo la lluvia con escobas, fingiendo que podían volar.

¿Por qué hacen algo tan peligroso?, pensé. Pueden lastimarse.

Acercando una mano al cristal, dejé mis huellas impresas junto con el cálido aliento que se escapaba de mis labios. El pestillo de la ventana estaba a solo unos centímetros de mis dedos, lo suficientemente cerca como para abrirla y sentir la lluvia acariciar mi piel, pero demasiado lejos para escapar del encierro que me acechaba en el sótano.




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