Capítulo 1
Sombras y secretos
12 solares después.
Cuarta luna, año 370 D.P.C.
19 años de edad.
Acaricio la grabadora café entre mis dedos, recordando como Elion, me la había regalado en mi octavo cumpleaños cuando, en secreto de mi madre, pregunte: ¿cómo suenen las olas de mar? Ese día, me prometió que encontraría un artefacto que podría capturar cualquier sonido que deseara.
Cada detalle de ese día aún esta fresco en mi memoria; cómo regresó de su largo viaje, la calle principal estaba cubierta por una suave llovizna que apenas humedecía la ropa desgastada que él tría consigo. Había cruzado cuatro ciudades, enfrentando la persistente lluvia, el sol ardiente y hasta la nieve que había encontrado en su camino.
Cuando finalmente apareció en la puerta de entrada, sus ojos reflejaban el agotamiento, pero en sus labios se dibujaba una leve sonrisa de triunfo, aquella sonrisa que odiaba con toda el alma cuando me ganaba en la noche de almohadas, pero esta vez, la atesoraba, era un bello recuerdo del cual nunca olvidaría, yo seguía escondida en mi habitación, recordando las palabras de mi madre: “solo debes ser una sombra”.
Sin embargo, desde lugar lo podía observar, mirar a mi madre y entregarle aquella hiervas extrañas que le había pedido, dentro del gran abrigo podía ver que guardaba algo pequeño y brillante. Había cumplido su promesa, trayéndome un objeto que solo la familia real tenía derecho a poseer, las dudas se esfumaron en cuanto supe que por fin podría el mar cada vez que lo deseara.
En cuanto lo vi por completo, parado frente a la puerta de mi habitación, no había palabras que expresar. Elion me sonrió, ladeando ligeramente la cabeza como solía hacer cuando estaba orgulloso. ¿Crees que se escuche bien?, me preguntó, levantando la grabadora entre sus manos callosas. Las palabras fluían en mi mente como una corriente de agua, pero al llegar a mis labios, solo una escapó con suavidad: Gracias.
Su sonrisa se ensanchó.
Sentí un nudo en el estómago y unas ganas implacables de correr hacía el. Sin embargo, me quede ahí, de pie frente a él, observando esos ojos miel. De alguna manera, sentía que él era mi padre, cuando mi madre no pasaba por aquella histeria y era dulce, me contaba las aventuras de mi padre, de mi verdadero padre, así lo relataba ella, decía que me amaba, pero tuvo que partir en un barco junto con otros pueblerinos en busca de oro, nunca lo volvieron a ver.
Elion me miro a los ojos observando cada detalle de mi cara, mientras sacaba con cuidado aquel objeto brillante que vi desde las escaleras. Una diadema de metal con dos círculos grandes estaba cuidadosamente envuelta en un pañuelo seco, escondida bajo sus capas de ropa para protegerla del frío y la luvia.
También entrego cuatro cintas, cada una marcada cuidadosamente con una cuchilla a calor: mar, taller, bosque y nieve. Guarde aquellos tesoros en una gaveta junto a la ventana, al lado de la vieja silla de madera que el mismo había construido para mí hace tantos años.
Pero últimamente, he evitado aquella silla. No sé bien por qué, pero sentarme ahí me trae un peso, una tristeza inexplicable. Prefiero el suelo frio, apoyando mi espalda contra el mueble con las botas estiradas bajo la cama. Esto es algo que hago más ahora que antes, cuando era niña y peleaba con mis padres por saber una verdad que trataban de ocultar, odiaba pelear con ellos. Aquellas peleas me hacían sentir un calor inexplicable en las manos, un ardor que solo se calmaba con las duras reprimendas de mi madre.
Allí, sentada en el suelo con las piernas bajo la cama, evitando mirar la silla que me hacía suspirar con un dolor agridulce. La odio, la detesto tanto que deseo destruirla, pero al mismo tiempo, la quiero; es lo único que me hace sentir como una persona.
Elion, ni siquiera mi extraña madre, me entienden, nadie lo hace, nadie me conoce en este maldito pueblo, y la única persona que proclame como amiga me llamo bruja.
Una palabra desconocida para mí, extraña, dolorosa y cargada de algo que no podía descifrar. Mi madre me había ocultado tanto que una sola pregunta podía condenarme al sótano oscuro y polvoriento que me aterrorizaba desde pequeña.
Decidí guardar aquel secreto. Ocultarlo significaba libertad, la única libertad que podía disfrutar en ese horrible lugar al que mis padres llamaban hogar.
Un suave chisporroteo en la ventana me hizo estremecerme. Fue un sonido que despertó en mí un fugaz deseo de ver la lluvia, algo que no había caído en dos eternos meses. Cerré los ojos y traté de imaginar cómo reaccionarían las personas al ver las primeras gotas, pero fue inútil. La lluvia cesó antes de comenzar, frustrando mi ilusión como tantas veces antes.
Por primera vez en mucho tiempo, decidí no sentarme en la vieja silla de madera que parecía atraparme siempre en el mismo lugar. Me obligué a alejar ese deseo y regresé al rincón más oscuro de mi habitación, metiendo las piernas bajo la cama. "Quizá debería enfocar mi mente en otra cosa", pensé. Y lo hice.
Me dejé caer completamente al suelo y, con cuidado, alcancé la libreta que escondía debajo de la cama. Su cubierta de cuero barato estaba desgastada, pero para mí era un tesoro. Un regalo de mi padre. El polvo y el carbón mancharon mis dedos mientras la sacaba de su escondite. Era el único lugar donde mi madre jamás miraba.
Las páginas, arrugadas y manchadas, estaban llenas de retratos. Dibujos de personas del pueblo que había hecho con carbón de la chimenea. Diferentes ropas, etnias, colores y expresiones. Mi única ventana al mundo. Pero, al contemplar esas imágenes, una sensación de asfixia comenzó a apoderarse de mí. Era mi único medio para conocer lo que me rodeaba, y a la vez, me recordaba lo encerrada que estaba. Con un suspiro de frustración, lancé la libreta al suelo.
Necesitaba algo, cualquier cosa, que me recordara que no estaba completamente sola. Me levanté de un salto y agarré los auriculares que todavía estaban enchufados a la grabadora café. Cerré los ojos mientras me los colocaba, sintiendo cómo el mundo comenzaba a desvanecerse a mi alrededor.