Capítulo 2
El libro encantado
El tiempo parecía detenerse mientras permanecía encogida en el suelo, abrazando la grabadora como si fuera mi última conexión con algo verdadero. Mi mirada, perdida por un momento en la nada, se enfocó en el casete que descansaba dentro del aparato. La etiqueta, escrita con una caligrafía sencilla y casi desvanecida, decía: "Taller".
Con las manos temblorosas, coloqué la diadema de los auriculares sobre mi cabeza. Sentí cómo el plástico frío se ajustaba a mis oídos y mi respiración se volvió más profunda mientras presionaba el botón rojo desgastado. Entonces, el sonido comenzó.
El sonido llegó como una caricia perdida en el tiempo: el golpeteo metódico de un cincel contra la madera, fuerte pero paciente, como un latido constante. Luego, el susurro delicado de un pincel deslizando su color sobre un lienzo, evocando imágenes que mi mente no podía evitar imaginar. Finalmente, el tintineo metálico de herramientas chocando suavemente, como si compartieran un diálogo secreto. Cada sonido era una pieza de un rompecabezas familiar que encajaba dentro de mí, un eco de algo que siempre había anhelado, pero nunca había vivido. Cerré los ojos y dejé que me arrastraran lejos de todo.
De pronto, ya no estaba en mi habitación. El olor del sótano, el polvo, las sombras... todo desapareció. En su lugar, me vi en un taller cálido y lleno de vida. Podía imaginarme con claridad las esculturas a medio terminar, la textura rugosa de la madera bajo mis dedos, el pincel húmedo dejando su rastro en un lienzo blanco. Era tan real que sentí cómo mi pecho se llenaba de una ligera esperanza, como si algo dentro de mí despertara.
El sonido del viento pareció mezclarse con la música del casete. En mi mente, se convertía en caricias, moviendo mi cabello y rozando mi piel como si estuviera al aire libre. Sentí las gotas de lluvia en mi imaginación, pequeñas y frescas, deslizándose por mi rostro. Era una fantasía, lo sabía, pero en ese momento no importaba. Quité los auriculares por un instante, dejando que el sonido verdadero de la lluvia golpeando la ventana se uniera a mi visión. Era como si lo real y lo imaginado se fundieran en una sola sinfonía.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí paz. Una paz que sabía que no pertenecía a este mundo.
Me quedé allí, abrazada a esa sensación, aferrándome a la ilusión de estar en otro lugar. Porque en mi mente, bajo esa lluvia imaginada, podía sentir incluso el sol. Calor, vida, algo que mi piel jamás había experimentado realmente. Lo había soñado tantas veces que casi parecía un recuerdo. Dejé que una leve sonrisa se formara en mis labios mientras me aferraba a esa verdad, aunque fuera solo mía.
Y entonces, las palabras de mi padre resonaron en mi mente. Cuando me entregó el casete, me había dicho que era especial, que dentro de esos sonidos había fragmentos del mundo que nunca podría ver con mis propios ojos. Ahora lo entendía. No era solo un regalo; era una promesa de que algo más existía fuera de las paredes que me atrapaban.
Eliot había puesto ese mundo en mis manos. Y mientras me sumergía en esos sonidos, sentí que, por un momento, podía alcanzarlo.
Esa noche, mientras la luz de la luna se filtraba suavemente por mi ventana, sentí cómo el anhelo de escapar, de explorar más allá de los límites impuestos, se hacía casi insoportable. Me quedé un rato quieta, recargada contra el mueble de madera desgastada, permitiendo que esa sensación creciera en mi pecho, como una llama que no podía apagar.
El silencio se rasgó con un chirrido seco, tan agudo que sentí cómo mi corazón daba un salto. Mi mirada se clavó en la penumbra, buscando el origen del sonido, hasta que lo vi: un libro, oscuro y pesado, deslizándose desde las sombras como un reptil lento y cauteloso.
Su cubierta parecía respirar, el cuero gastado se movía con un leve crujido, y las páginas amarillentas se agitaban como si una brisa invisible las hubiera despertado. Se detuvo frente a mí, expectante, cargado de un poder silencioso que llenaba cada rincón de la habitación. Su cubierta de cuero gastado y las páginas amarillentas asomaban como heridas abiertas, invitándome a descubrir lo que escondían.
Mi corazón empezó a latir más rápido, un tamborileo constante que llenaba mis oídos. No entendía cómo había llegado ahí ni qué significaba, pero algo en él me llamaba, casi como si susurrara mi nombre. Retrocedí hasta toparme con la pared. Me envolví en mis propios brazos, apretando las piernas contra el pecho, deseando que, al cerrar los ojos, todo desapareciera.
Pero cuando los abrí, ahí estaba. Seguía inmóvil, esperándome. Silencioso, pero cargado de una presencia que parecía llenar toda la habitación.
Un escalofrío recorrió mi espalda, pero no podía apartar los ojos del libro. Sentí mi pecho arder de miedo, como si algo en el aire hubiera cambiado. Retrocedí un paso, casi tropezando con la cama, pero una fuerza invisible me mantenía fija en su presencia. Justo cuando mi respiración comenzaba a calmarse, el crujido del papel me congeló. Las hojas del libro se movieron por sí solas, como si tuvieran vida propia.
El sonido del papel crujiente y polvoriento resonó en el silencio de la noche. Una página en particular se abrió por completo, bañada por la luz plateada de la luna. Las palabras en esa hoja parecían vivas, escritas en un idioma extraño que no conocía, pero que, de alguna manera, podía sentir.
La ventana, que hasta entonces había estado cerrada, se abrió de golpe. Una brisa suave, casi como un susurro, entró en la habitación y me envolvió. Sentí el aire fresco acariciando mi piel, un contraste tan extraño con la calidez del encierro que siempre me rodeaba. Fue un abrazo inesperado, tranquilizador.
El viento no se detuvo ahí. Comenzó a recorrer la habitación, levantando las figurillas que mi padre me había regalado. Las hizo tambalearse hasta caer con un suave tintineo. Las sábanas de mi cama ondeaban como olas en el mar, y las puertas del armario crujieron al abrirse levemente. Pero el centro de todo era el libro. Frente a mis ojos, el viento tomó forma, girando en un pequeño tornado que se alzaba sobre las páginas abiertas.