Capítulo 3
Freya.
—¿Freya? —murmuré, con la voz cargada de temor, mientras mis ojos se fijaban en las letras que se formaban ante mí. Las cenizas caían lentamente al suelo, moviéndose como si tuvieran vida propia, hundiéndose en el libro y dejando atrás palabras que parecían pistas escondidas, revelaciones destinadas solo a mí.
Un susurro, suave pero intenso, acarició mi oído, paralizándome al instante. Sentí un nudo formarse en mi estómago, apretando mis entrañas como si un lazo invisible me atara.
—No te obligaré a escapar si no lo deseas. Te esperaré al otro lado, al final del arcoíris. Cumpliré mi palabra, hermana. —la voz, tan tenue como un hilo de viento, desapareció junto con las palabras que se hundieron de nuevo en las páginas del libro.
“Al final del arcoíris”, esa frase resonó en mi mente, como si intentara aferrarse a un significado que no entendía. ¿Qué es eso?, me pregunté, sintiendo una punzada de curiosidad mezclada con temor.
Acercando una mano temblorosa al libro, toqué su superficie con cautela, como si fuera a romperse bajo mis dedos. El contacto me arrancó un suspiro pesado, lleno de una emoción que no podía describir. Mis dedos se deslizaron por las hojas, y donde las tocaba, dejaban un leve brillo, como si el libro respondiera a mi toque.
—Freya… —dije, casi en un susurro—. Me llamaste hermana. ¿Cómo es posible? No recuerdo tener hermanos. ¿Por qué nunca nos conocimos?
Las letras comenzaron a aparecer, formándose con lentitud entre las cenizas que flotaban en el aire. Parecía que Freya elegía cuidadosamente sus palabras, como si cada una cargara un peso que yo no podría soportar.
—Astrid, nuestras vidas fueron separadas antes de que pudieras entenderlo. Los secretos de nuestros padres y las decisiones del destino nos llevaron por caminos diferentes. Eras solo una bebé cuando fuiste alejada de mi lado. Yo tenía tu edad entonces.
Sentí el susurro de esas palabras en mi espalda, como si Freya estuviera allí, de pie detrás de mí, observándome con una tristeza que traspasaba el tiempo. Mi pecho se llenó de una mezcla de emociones: sorpresa, tristeza, una pizca de rabia.
—¿Qué decisiones? ¿Por qué nunca me hablaron de ti? —pregunté, y mi voz se quebró al final. No sabía si era por la emoción o por la angustia.
—Nuestros padres creían que era lo mejor para nosotras. Hay fuerzas más grandes en juego, y tu seguridad siempre ha sido su prioridad. Ahora, debes decidir si deseas descubrir la verdad y reunirte conmigo, o seguir en este lugar, como una esclava.
Las palabras "descubrir la verdad" se grabaron en mi mente, haciéndome temblar ligeramente. ¿Qué verdad? ¿Qué secretos tan grandes habían ocultado de mí? Me llevé las manos a la espalda, inquieta, sintiendo una mezcla de miedo y necesidad. Estaba cansada de la oscuridad en la que había vivido toda mi vida, pero el pensamiento de enfrentar esa verdad me aterraba. Aunque era verdad, desde algún momento en mi vida, siempre lo pensé, una esclava, ¿realmente lo era?
Entonces, mis manos bajaron hasta mi vientre. Cerré los ojos, respiré profundamente y dejé que mi corazón hablara por mí.
—Lo haré. Quiero saberlo todo. Pero antes… antes necesito entender este mundo, este pueblo. Quiero explorarlo por mí misma —dije, con una determinación que creí perdida.
El libro respondió con suavidad. Las palabras de Freya surgieron nuevamente, moviéndose como ondas en un lago tranquilo: —Comprendo tu decisión, hermana. Aun así, permaneceré a tu lado.
Las letras se desvanecieron momentáneamente, para luego reaparecer con símbolos extraños, parecidos a algo que alguna vez había visto en un viejo periódico de algún aldeano. Me estremecí. Había algo inquietante en ellos, algo que parecía estar más allá de mi comprensión. Retrocedí un paso, pero entonces una sola palabra apareció entre las letras, clara como un amanecer.
Vigilante.
Mi respiración se detuvo. Esa palabra despertó algo profundo dentro de mí, un anhelo latente que siempre había sentido, aunque nunca supe nombrarlo. Anhelaba verlos, escucharlos. Cada mañana, cuando los primeros rayos de sol se filtraban por mi ventana, soñaba con el sonido de sus voces susurrantes y el roce de sus túnicas al pasar. Pero más que nada, deseaba saber qué había más allá de los límites de mi mundo.
No pude ignorarlo. Me acerqué al libro nuevamente, inclinándome con cuidado para no tocar los bordes de las hojas. La luz plateada de la luna iluminaba las palabras, dándoles un brillo casi sobrenatural.
—Sé que tienes curiosidad por ellos, tanto como yo. Pero debo advertirte: son mucho más aterradores de lo que podrías imaginar. Nunca caminan en grupo, salvo durante la revisión mensual. Ocultan sus rostros bajo máscaras y visten túnicas blancas con capuchas. Su presencia es gélida, su aura inquietante. Aléjate de ellos tanto como puedas. —las palabras de Freya parecían una advertencia, pero lejos de disipar mi interés, solo lo intensificaron—, Tienen rangos, continuó. Un sistema jerárquico que nunca he podido descifrar. Son verdaderos monstruos en la forma en que operan. Astrid, mi deber es protegerte de ellos.
Me dejé caer al suelo, cruzando las piernas bajo mis muslos mientras contemplaba el libro. Cada palabra despertaba una inquietud en mí, una mezcla de miedo y fascinación. Nunca había oído hablar de los Vigilantes con tanto detalle, y sin embargo, sentía que ya sabía algunas cosas.
—Los he visto antes, Freya —murmuré, mi voz apenas un susurro mientras rozaba con mis dedos las hojas del libro—. Vestían de blanco y plateado. No entiendo esos rangos de los que hablas, pero…
Me detuve, tragando las palabras que no quería decir. Recordé la tensión de aquel día, el miedo que me había congelado al cruzar sus miradas. No sabía qué me perturbaba más, si sus movimientos calculados o la sensación de que sabían exactamente quién era yo.