El sello de la bruja

Capítulo 4

Capítulo 4

Cenizas

El libro comenzó a brillar con una intensidad que llenó la habitación. Antes de que pudiera reaccionar, se elevó en el aire, sus páginas abriéndose con una violencia que me desestabilizó. Retrocedí tambaleándome, buscando apoyo en el mueble más cercano. El suelo bajo mis pies parecía moverse, y las cenizas que caían al suelo iluminaron la madera con un brillo extraño, casi fantasmal.

— ¿Qué estás haciendo? ¡Aléjate de esa ventana! —la voz de Freya resonó, más clara y urgente que nunca. Giré la cabeza rápidamente hacia el libro. Su figura, vaga pero imponente, se reflejaba entre las páginas como un eco atrapado en el papel.

—Ellos van a matarlos… —murmuré, señalando con una mano temblorosa hacia la ventana. Podía sentir la presión en mi garganta, una mezcla de miedo y rabia que me desgarraba por dentro—. No puedo quedarme de brazos cruzados.

—¡Eso no te incumbe! Si deciden matarlos o no, no es tu responsabilidad. —La dureza de las palabras de Freya me atravesó, pero no podía detenerme. No esta vez.

—Lo es —respondí con una determinación que ni yo sabía que poseía. Con dedos temblorosos, deslicé el pasador de la ventana. El viento, como si estuviera esperando este momento, la abrió de golpe, lanzándome al suelo. Sentí el frío de las baldosas contra mis manos, pero no me importó. Me levanté rápidamente, con el rostro enrojecido de furia, y me enfrenté al panorama que se desplegaba ante mí.

El sonido de tres campanadas retumbó en la distancia. Desde la iglesia, el eco solemne anunciaba una sentencia que ya conocía demasiado bien: traición. Mis piernas temblaron al recordar a mi padre y su suerte incierta en otro tiempo. Él había sido liberado, pero muchos otros no habían corrido la misma suerte.

Mi mirada se fijó en los condenados, arrastrados al centro del pueblo. Harapos colgaban de sus cuerpos maltrechos, sus rostros marcados por la angustia y el terror. Luchaban desesperadamente contra las manos firmes de los Vigilantes, pero era inútil. Los rostros de los Vigilantes eran impasibles, casi inhumanos, mientras los empujaban hacia su destino.

La noche era oscura y helada, apenas iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las nubes. Podía sentir el frío colándose por el marco de la ventana abierta, envolviéndome mientras veía a esos hombres y mujeres enfrentarse al final. Los Vigilantes, con sus movimientos calculados y su autoridad sofocante, eran la ley en este reino. Uno de ellos, un hombre de voz grave y gestos autoritarios levantó su daga hacia el cielo estrellado, proclamando con fervor:

—¡Con las dagas al cielo, hemos de pedir a nuestro dios, el gran Rhuili, dios de los cinco mares y tierras, castigar a los traidores! —Su voz resonó con fuerza, llenando la plaza con una solemnidad que me provocó un nudo en la garganta.

Quise apartar la mirada, pero algo me obligó a mantenerme firme. Mis ojos se posaron en el centro de la plaza, donde un hombre estaba rodeado por la multitud. Su rostro, habitualmente feroz y desafiante, ahora reflejaba una mezcla de resignación y desafío. Su cabello castaño y desordenado caía sobre su frente, enmarcando una barba descuidada que contrastaba con las manchas de sangre en su piel pálida.

Lo reconocí. Conocía a ese hombre. Había pasado años dibujándolo, capturando cada rasgo de su rostro en mi libreta. Su expresión, su esencia. Lo había observado durante nueve años, viendo cómo compartía momentos con su hija, una niña cuya risa todavía resonaba en mi memoria.

—¡Es inocente, lo sé! —grité, mi voz quebrándose mientras señalaba hacia él. La desesperación me impulsó a correr hacia mi habitación, buscando entre mis pertenencias hasta encontrar mi libreta de dibujos. Pasé las páginas apresuradamente, mis dedos manchados de carbón y polvo, hasta que vi el dibujo que había hecho de él junto a su hija, una niña pequeña con rostro angelical.

Con la libreta en la mano, volví al libro, mostrándole el dibujo como si necesitara una confirmación, como si Freya pudiera darme la respuesta que buscaba.

—¡Míralo, Freya! Es un padre, dirige la iglesia, no puede ser lo que dicen. ¡Tienes que ayudarlo! —Mi voz estaba llena de desesperación, pero Freya no parecía dispuesta a intervenir.

— No puedo interferir en los asuntos mundanos. Mi deber es protegerte, no a ellos.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué viniste si no vas a ayudarme? Dijiste que cumplirías tu palabra —le reproché, mi frustración creciendo con cada palabra.

— He venido para ayudarte a escapar, no para salvar a este hombre. Los traidores son traidores. —su voz era fría, implacable. Me dolió más de lo que quise admitir.

Las palabras de Freya se desvanecieron, al igual que las letras en el libro, dejando solo cenizas flotando en el aire. Miré hacia la ventana nuevamente, el peso de mi decisión aplastándome, pero también dándome fuerza.

—No puedo dejarlo morir así. Me niego —declaré, mi voz firme, mientras volvía a asomarme al exterior.

El vigilante alzó su espada, la luz de la luna reflejándose en la hoja. Su gesto fue calculado, cruel, y sus palabras resonaron en la plaza:

—¡Los traidores deben morir como tales! Estos granjeros decidieron entrar al palacio real, ¡usurpar pertenencias del rey! Todo debe pagar su precio.

Los gritos de los prisioneros se intensificaron. Desde mi ventana, sentía el peso de la injusticia en cada palabra del vigilante. Mi mente se llenó de recuerdos de todas las veces que había visto a mi gente sufrir bajo las leyes del reino. Era demasiado. Algo dentro de mí se rompió.

Vi al hombre marcado mirar al frente. Sus labios se movieron, y aunque no podía oírlo claramente, sabía lo que decía:

—Mi hija, mi dulce niña…

Mis ojos buscaron a la niña, y la vi, sujetada por una monja de hábito oscuro. Luchaba, pataleaba, intentando soltarse mientras alzaba las manos hacia su padre. Mi corazón se rompió al verla.




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