El sello de la bruja

Capítulo 4

Capítulo 4

Dioses y destinos

Leí las palabras con cautela, sintiendo un nudo formarse en mi estómago.

Esta vez, ¿es Freya? Me lo repetí, como si al decirlo en mi mente pudiera aferrarme a esa idea. Debe serlo. Quería creerlo, desesperadamente. Pero algo en mi interior temblaba, una duda fría y sofocante que no podía ignorar.

Mis pensamientos se entrelazaban en hilos rotos, sin respuestas claras. Las preguntas bailaban en mi cabeza, preguntas que sabía que no serían respondidas de manera sencilla. ¿Quién me había hablado antes? ¿Era realmente Freya?

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera controlarlas:
—Hace un momento, cuando cayó el diario, ¿quién me habló? —pregunté en un susurro, el eco de mi voz resonando en la soledad de mi habitación.

La respuesta fue casi inmediata, pero algo en el aire en mi alrededor había cambiado. Las letras comenzaron a formarse nuevamente, esta vez, la ceniza negra que componía las letras en el mensaje pasado ahora se tornaba blanca.

El ambiente era distinto, parecía que un manto de calma había aterrizado en mí, calmando los fuertes latidos, desacelerándose. El miedo se desvaneció, disolviéndose como humo en el suave viento.

¿De que hablas?, leí, mientras las letras blancas flotaban en el aire, perdí nuestra conexión por unos momentos, no podía encontrar tu calor y alma, ¿estás bien?

El diario floto a mi alrededor, danzando y dando vueltas entre mis piernas, por mis brazos, examinando mi rostro y cada parte de piel expuesta. Luego, pequeñas tiras de cenizas, duras y resistentes, ahora blancas, revisaban mi cuerpo como si buscaran alguna señal de daño, el más pequeño posible. Mis risos volaron al aire, enredándose en la brisa encantadora y mágica que parecía vigilarme.

—Fue algo extraño y… aterrador. —murmuré, mis labios temblando al recordar la sensación de esos dedos fríos aferrándose a mi rostro, menee la cabeza intentando olvidarlo, quizá solo lo imagine.

El diario aterrizó suavemente sobre el mueble de madera, sus páginas aún abiertas, y se giro como si pudiera mirar hacia el exterior, parecía vigilar. Desde mi posición solo podía ver las hojas que el viento arrastraba.

No siempre podré protegerte, hermana, leí las nuevas palabras, y mi corazón dio un vuelco, hay seres malvados que te persiguen desde tu nacimiento, pero haré todo lo posible por cuidarte y mantenerte a salvo.

Las cenizas volvieron a elevarse, acariciando mis mejillas con gran delicadeza. La calidez en el toque me reconfortó, era algo familiar y cercano, arrancando una risa suave y nerviosa de mis labios, una risa inocente. Sorprendida lleve ambas manos a mis labios, nunca había escuchado tal risa en mí.

Las cenizas volaron a mi alrededor deformándose y volviéndose a formar en tiras, acomodando los pequeños objetos que el viento había desordenado, dejando mi habitación impecable, casi encantadora. Sonreí alegremente, pero esa alegría fue fugaz, como una llama que se apagaba en la oscuridad.

Un brillo metálico y frio capto mi atención, eran las espadas de los vigilantes, alzándose en ellos aires, las hojas resplandecían con una amenaza latente, como si ansiaran beber sangre

Mi sonrisa se desvaneció de inmediato, y el aire en mis pulmones se hizo más pesado. Corrí hacia mi cama, mis piernas temblorosas como dos palitos de madera, me fallaran en cualquier momento.

Las cenizas recogieron la tela negra que había caído y volvieron a colocarla en mi cabello, protegiéndome. El aire del exterior era gélido, desolado. Pude sentirlo incluso desde mi habitación. Algo había cambiado. Y, por un breve instante, todo se detuvo. Los gritos, los murmullos, las súplicas... todo quedó envuelto en un silencio aterrador.

La plaza, llena de condenados y espectadores, quedó congelada en el tiempo. Según lo que había oído en susurros por el pueblo, quien hable o diga algo cuando los vigilantes levantan las espadas es maldecido por el dios Rhuili.

No lo creía. Hasta ahora.

El silencio era tan denso que parecía aplastarme. Afuera, las monjas estaban arrodilladas frente a la gran fuente, sus cabezas bajas en señal de reverencia, sus cuerpos temblando. La gran estructura de mármol que dominaba el centro de la plaza reflejaba la luz de la luna, imponente y fría. Aquella figura tallada era una representación de Rhuili, el dios de los cinco mares y tierras, su mirada vacía de piedra observaba a todos como un juez implacable.

Mi corazón latía en mis oídos, retumbando con un pánico que no podía controlar. A través de la ventana, podía ver el resplandor plateado de las espadas en lo alto, listas para caer en cualquier momento, como una sentencia inminente que haría temblar la tierra. Sentía el terror de los prisioneros, el mismo que había sentido yo en susurros en lo más profundo de mi alma.

Y en ese silencio, en ese momento en que el mundo parecía contener la respiración, algo dentro de mí volvió a despertar. Una furia, un calor que no había sentido antes, una rabia que exigía salir. Pero también un terror absoluto, porque sabía que, en cualquier segundo, la tragedia caería sobre nosotros como un cuchillo.

Las monjas se mantuvieron de rodillas, sombras rezando ante el mármol frío de su dios, mientras todo el pueblo esperaba el próximo golpe. Esperaba la muerte.

—¡Con las dagas al cielo, hemos de pedir al gran Rhuili, dios de los cinco mares y tierras, que castigue a los traidores!

Sentí un nudo en la garganta. El momento era solemne, pero cruel.

Solo una cosa me obligó a mantenerme firme: el hombre en el centro de la plaza. Su rostro, normalmente fiero y desafiante, ahora mostraba una mezcla de resignación y coraje. Su cabello castaño y desordenado, su barba descuidada, y las manchas de sangre en su piel pálida me resultaban inconfundibles. Lo conocía.




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