El sello de la bruja

Capítulo 5

Capítulo 5

Despertar

—Los traidores deben morir como tales. Estos asquerosos granjeros decidieron entrar al palacio real y usurpar pertenencias del rey. Todo tiene un precio —proclamó el vigilante, con una voz llena de malicia que resonaba sobre la multitud. Los pueblerinos permanecían en un silencio tembloroso, sus miradas fijas en la escena, pero no por compasión, sino por miedo.

Sentí un dolor profundo, como si esas palabras me aplastaran. La injusticia, el peso de las leyes opresivas que regían nuestro reino, se sentían como una losa que caía sobre mis hombros. Apreté los puños, deseando hacer algo, pero la impotencia me envolvía como una prisión invisible.

Sabía que algún día tendría que enfrentar este sistema cruel, romper las cadenas que aprisionaban tanto a mí como a otros inocentes. Pero ahora, frente a mis ojos, la brutal realidad me golpeaba como una ola inmensa.

El hombre en el centro de la plaza, con los hombros caídos y el rostro cubierto de polvo y sudor, murmuró con voz quebrada: —Mi hija, mi dulce niña… —Su voz estaba cargada de un dolor que atravesaba el aire y se clavaba en mi pecho. Vi cómo sus ojos, llenos de una mezcla de resignación y amor, buscaban con desesperación a una pequeña figura en la multitud.

Allí estaba ella.

Una niña, apenas una sombra en la distancia luchaba por liberarse de los brazos de una mujer vestida con una túnica oscura, una monja. Las pequeñas manos de la niña se alzaban hacia el cielo, como si pudiera alcanzarlo y salvar a su padre con un solo toque. Sus gritos, aunque apenas audibles desde mi ventana, eran cuchillos que atravesaban mi alma. Gritaba por su padre. Lo llamaba con una desesperación que hacía eco en cada rincón de mi ser.

—¡Papá! ¡Papá!, —podía imaginar esas palabras escapando de su pequeña boca, y una parte de mí quería gritar con ella.

El vigilante, con una precisión fría y calculada, alzó su espada. La hoja brillaba bajo la luz de la luna, y en ese momento, el tiempo pareció detenerse. Todo se ralentizó a mi alrededor.

Los rostros de los condenados se tensaron, sus ojos abiertos en un último acto de resistencia. Y luego, en un solo movimiento despiadado, la espada descendió. Su filo cortó el aire y, en un instante brutal, las cabezas rodaron sobre las piedras empedradas.

El sonido sordo de los cuerpos desplomándose sobre el suelo me atravesó el alma. La sangre brotó como un río oscuro, manchando las piedras de la plaza con su color rojo, impregnando el aire con el olor a muerte. La vida de esos hombres se esfumó en un suspiro final, y todo lo que quedó fue la escena cruel de sus cuerpos inertes, y la niña, aun luchando, sin saber que su padre ya no estaba.

—No, no, no… —grité, mi voz apenas un eco en la oscuridad. Sentí cómo mi cuerpo se tambaleaba, mi mente en un torbellino de horror y desesperación. Todo se desmoronaba a mi alrededor mientras el peso de lo que acababa de presenciar me aplastaba. Caí al suelo de mi habitación, Mi cuerpo temblaba, y el frío de las piedras se infiltraba en mi piel. Esa misma espada había cortado algo dentro de mi.

El diario flotaba cerca de mí, pero en ese momento era solo una sombra más en medio de mi confusión.

Tranquila, solo eran traidores, dijo Freya, su voz desprovista de empatía, como si intentara consolarme con palabras vacías.

Permanecí de rodillas, con los ojos fijos en el suelo frío, mis manos temblorosas apoyadas en la piedra. Sentía el frío traspasar mi piel, metiéndose en mis huesos, recordándome que todo esto era real. Quería sentir algo más, algo que me permitiera escapar de la realidad devastadora que acababa de presenciar. Algo que me reconfortara, que me arrancara de la brutalidad de este mundo.

Pero solo el frío respondía.

Mi pecho subía y bajaba rápidamente, el aire entraba en mis pulmones de forma entrecortada. Las lágrimas, que tanto me esforzaba en contener, amenazaban con brotar. Me ardían los ojos, pero no podía dejar que se derramaran. Si lloraba, aceptaría que no había nada que pudiera hacer, y esa impotencia me mataba.

—Los mataron… él los mató... —susurré entre dientes, mis puños apretados con fuerza hasta que los nudillos se volvieron blancos. El dolor en mi cuerpo no era nada comparado con el dolor que sentía en mi corazón.

No podía creer la crueldad de mi propio pueblo, la crueldad de aquellos que había conocido toda mi vida, que habían convivido conmigo. Personas que alguna vez parecieron decentes, ahora eran parte de esta barbarie, de este sistema implacable que condenaba a los inocentes sin un segundo pensamiento.

El terror me envolvía, pero no era solo miedo por mí, sino por todo lo que representaba. Era miedo a un futuro donde la injusticia gobernaba y donde cualquiera de nosotros podía ser el siguiente.

Mis venas parecían cobrar vida propia, latiendo con una fuerza oscura y marchita. El calor sofocante de la habitación me ahogaba, y mi mente se debatía entre pensamientos oscuros y un corazón que latía desbocado.

—¡La cabeza, agarren la cabeza! —gritó alguien desde el exterior.

Mis ojos se abrieron de golpe. Intenté levantarme, pero mis brazos pesaban como si estuvieran hechos de plomo, arrastrándome de vuelta a la oscuridad.

Las palabras del libro resonaban en mi mente, desgarrándome por dentro: ¡Tienes que detenerte! ¡Aún no es hora! Se desmoronaban en cenizas en el suelo de mi conciencia, pero yo ya no podía detenerme.

Mis ojos ardían con una mezcla de rabia y determinación, mientras el calor en mi rostro delataba el fuego interior que me consumía. Sentía la furia en lo más profundo de mi ser, una furia que exigía venganza. Anhelaba con toda mi alma hacerles pagar, escuchar sus lamentos y ruegos de clemencia resonando en mis oídos.

—Sangre cobra sangre —murmuré, mis palabras llenando la oscuridad que me envolvía. Un grito desgarrador escapó de mis labios, resonando con una intensidad que parecía desafiar la penumbra de mi alrededor.




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