La nave se acercó a la isla con cautela, sorteando las nubes grises que la rodeaban. El piloto, un joven de cabello rubio y ojos azules, miró el panel de control y vio que los sensores no detectaban ninguna señal de vida. Sin embargo, no se fiaba de la aparente tranquilidad del lugar. Había oído muchas historias sobre el valle de los reyes, el legendario cementerio donde yacían los restos de los antiguos gobernantes del mundo, y sabía que había muchos peligros ocultos entre las ruinas.
— Estamos llegando, señores — anunció el piloto por el intercomunicador —. Les recomiendo que se preparen, no sabemos qué nos podemos encontrar ahí abajo.
En la parte trasera de la nave, los nueve pasajeros se miraron entre sí, con expresiones de determinación, nerviosismo o curiosidad. Eran los emisarios de la hermandad Adelfuns, enviados a buscar la ayuda de los antiguos, los misteriosos seres que habían sobrevivido al cataclismo y que poseían un conocimiento ancestral. Su misión era crucial para detener a Odrac, el demonio que amenazaba con destruir o corromper a la humanidad con el falso séptimo sello.
Los emisarios eran los hermanos Patmus, Alcorth y Mizarth, dos guerreros de gran fuerza y valor, que habían sido entrenados desde niños para proteger a la hermandad y a sus secretos. Alcorth era un hombre alto y musculoso. Era el hermano mayor de Mizarth, pero a veces parecía el menor, porque era muy impulsivo y temerario. Mizarth era un hombre delgado y ágil, que había perdido la vista en un accidente, pero que había desarrollado otros sentidos y habilidades. Usaba unos bastones que en ocasiones hacía salir hojas como guadañas de las puntas, y también tenía hojas afiladas en sus rodillas y codos para ser más versátil al combatir. Había sido entrenado como un guerrero sombra, el único conocido capaz de matar a otro guerrero sombra en sigilo, y el único capaz de detectarlo. Su maestro había sido Markethe, el general supremo de la hermandad y antes considerado el guerrero sombra más letal.
Ëadrail era el gobernante de Neipoy, un país que había intentado dominar el mundo con una plaga mortal, pero que se había arrepentido de sus actos y se había unido a la hermandad para resarcir el daño que había hecho. Usaba un arco y dos espadas, y estaba comenzando a manejar el elemento de las sombras, lo que le permitía crear ilusiones, ocultarse o manipular las mentes. Alice era una alquimista muy hábil, que había creado la plaga por orden de Ëadrail, pero que también había encontrado la cura y la había distribuido a escondidas. Usaba una espada que también podía convertir en látigo, y era capaz de controlar el elemento agua, lo que le permitía crear hielo, vapor o manipular los fluidos.
Valend era la hija de Ron, el próximo gran maestro de la hermandad, y una arquera excepcional, que era bastante diestra con el uso del aire, lo que le permitía crear ráfagas, remolinos o volar. Ghon era el novio de Valend, y un guerrero que usaba espada y escudo, pero que no tenía ningún elemento, lo que le hacía sentirse inferior a los demás. Sin embargo, tenía un gran valor y una gran lealtad, y estaba dispuesto a darlo todo por Valend y por la hermandad.
Y Quzury, que era una especie de monje shaolin, y que tenía un gran conocimiento sobre la historia, la filosofía y la magia. Era capaz de usar el elemento viento, lo que le permitía crear tornados, volar o respirar bajo el agua. Era el más respetado y admirado de los emisarios, y el que más confiaba en que los antiguos les ayudarían. También los acompañaban los hermanos Zeta, Arnolf y Farani.
La nave aterrizó en una explanada cerca de la entrada al valle de los reyes, donde se veían unas enormes puertas de piedra con inscripciones y símbolos antiguos. El piloto bajó la rampa y les hizo una señal a los emisarios para que salieran.
— Buena suerte, señores — les dijo —. Espero que encuentren lo que buscan. Yo me quedaré aquí vigilando la nave, por si acaso.
Los emisarios asintieron y le agradecieron, y luego se dirigieron hacia las puertas, con sus armas y sus mochilas. Al llegar, vieron que las puertas estaban entreabiertas, como si alguien les estuviera esperando. Sin dudarlo, entraron al valle de los reyes, dispuestos a enfrentarse a lo que fuera.
Lo que vieron los dejó sin aliento. El valle era un enorme cementerio, lleno de tumbas, mausoleos, estatuas y monumentos de todo tipo y tamaño, que rendían homenaje a los antiguos gobernantes del mundo. Había desde pirámides y esfinges, hasta templos y palacios, pasando por obeliscos y columnas. Todo estaba cubierto por una capa de polvo y musgo, que le daba un aspecto antiguo y majestuoso. El silencio y la solemnidad reinaban en el lugar, como si el tiempo se hubiera detenido.
Los emisarios avanzaron por el valle, maravillados y asombrados por lo que veían. No podían creer que hubieran existido tantas civilizaciones y culturas diferentes, y que hubieran dejado tantos testimonios de su grandeza y su poder. Se preguntaban qué secretos y misterios se ocultarían en esas tumbas, y qué tipo de personas habrían sido esos gobernantes.
Mientras caminaban, se dieron cuenta de que había una especie de camino marcado por unas luces tenues, que les indicaban el rumbo a seguir. Decidieron seguir esas luces, pensando que quizás los llevarían hasta los antiguos, o hasta alguna pista sobre ellos. Sin embargo, no tardaron en darse cuenta de que el camino no era tan sencillo como parecía. A medida que avanzaban, se encontraban con obstáculos y trampas, que ponían a prueba su habilidad y su ingenio. Había desde puertas cerradas y enigmas que resolver, hasta fosos con pinchos y trampas de fuego que esquivar. Los emisarios tuvieron que usar sus poderes, sus armas y su inteligencia para superar esos desafíos, y también tuvieron que ayudarse unos a otros, demostrando su confianza y su cooperación.
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Editado: 10.02.2024