El señor invernal [one Shot]

❄️Calidez❄️

Sus años en soledad se habían vuelto una forma de vivir en meditación.

De tez pálida casi como la blanca nieve. Su cabello largo hasta la media espalda de tonos plata como la misma luna.

Su fineza podía lograr hacer que hombres y mujeres, mortales o eternos, cayeran a sus pies.

Cómo cuando el dios del mar sur pidió su mano en matrimonio. Una sorpresa para todos ya que el rey de los mares deseaba un hombre dentro de su harem.

O como cuando la diosa del reino de las sirenas, pidió como regalo de cumpleaños que fuera su marido.

Muchos peleaban por tenerlo. Más él, era un dios retirado. Era como la contraparte del dios fénix. Un viejo inmortal que opto por dejar de lado el mundo de los mortales, eternos y los cuatro reinos, para dedicarse a sembrar árboles de durazno.

Al final había creado el bosque de las mil millas de árboles de durazno.

Por su parte el había hecho algo similar, retirándose de todo. Y dedicándose a sembrar plantas que pudieran crecer en la tierra fría de las montañas del norte.

Así había pasado sus años, dedicándose al bosque de la nieves.

— ¿Es verdad lo que dices?

El dios invernal asintió, respondiendo a la cuestión, mientras degustaba un aperitivo.

En algunas ocasiones salía de su tierra nevada, solo para pasar una tarde de plática, vino de durazno y aperitivos con su compañero el dios fénix.

—Ni yo sé cómo ha llegado —explicó—. Pero ya algunos años que visita los bosques fríos.

Eso si que era noticia para el fénix. Su compañero se lo tenía bien guardado el secreto. El dios más alejado y ermitaño, en realidad tenía una inquilina en sus tierras.

Y para colmo al dios invernal no parecía molestarle la presencia de un intruso.

— ¿Pero como es que vive ahí? —cuestiono el fénix—. En las tierras heladas de las montañas del norte está prohibido el paso para todos, ni los dioses toleran el frío —detallo el dios—. Pero aún así tú has sido el único que logró residir ahí mismo.

El aludido encogió sus hombros, ni el sabía la respuesta.

—Vaya, si esto fuera una noticia, seguro hasta el emperador celestial bajaría para comprobarlo —se burló el dios fénix.

—Es mejor si callas —respondió de forma seca el dios invernal, antes de tomar un sorbo de licor de durazno.

El fénix sonrió ante la reacción de su amigo. Con ello corroboro su pequeña especulación—. Ya decía que te habías tardado.

Aquello dejo con la interrogante al dios invernal, ¿Cómo que se había tardado?

En ocasiones su compañero solía ser un viejo metiche y molesto.

Termino por retirarse antes del atardecer. Tenía que realizar una última caminata de vigilia por los alrededores del bosque nevado.

Hasta que unos pasos apresurados y con sonido sordo por la nieve se acercaban rápidamente.

— ¡Al fin llegó!

Apenas y giro para ver, con rapidez logro sostener a la pequeña, que se abalanzó para abrazarlo.

—Llevo horas esperando en la orilla del lago, se supone que hoy iba a enseñarme a jugar ajedrez —reprocho la pequeña.

El dios invernal solo poso una mano sobre la cabeza de la niña a modo de disculpa. Y con ello continuo su camino, siendo seguido por la pequeña mientras le tomaba de la manga.

Tenía que caminar con cuidado, puesto que el dios invernal llevaba sus largas y blancas telas con algún toque azulado.

La pequeña siempre se preguntaba porque el señor invernal (como le decía la niña) tenía una expresión llena de tristeza. Aquellos ojos azules mostraban los años de soledad.

Tiempo atrás, en todos los reinos era bien sabido que el dios invernal vivía solo. Guardián de los dominios helados, amante del silencio y menos sociable que el dios fénix.

Hasta que un día en sus rutinas diarias de paseo, hallo a una niña tratando de atrapar un conejo de invierno.

Fue ahí que todo cambio, la pequeña fue sacada en varias ocasiones del bosque. Pero después de un tiempo el dios se dio por vencido y solo la ignoraba, la niña lo seguía a donde fuera, incluso jugaba con sus largos cabellos platinados con distintos peinados.

No supo en qué momento la compañía de tal niña sería algo ya normal para él. Cumplía hasta el más mínimo capricho.

Cómo cuando quería a fuerza una flor de uno de los árboles. Tuvo que cortarla (claro con su truco de magia). También cuando quería atrapar un conejo para tenerlo de mascota.

Y de hecho el conejo lo tenía aún (en un pequeño encerrado en la casa del dios).

O cuando quería un poco de comida de siervo (a porque la niña había escuchado en su pueblo que era muy rico). Pues tuvo que ir a cazar uno para prepararle una sopa.

Sin duda el dios meditaba todo eso mientras aún seguía caminando con la niña aun lado.

Se preguntaba cómo es que la consentía demasiado.

Si aquello lo viera el resto de dioses, seguro sería una sorpresa que se contaría como historia para los niños antes de dormir.

Una niña de 7 años, cabello azabache, ojos cafés y piel clara. Que lo seguía todos los días.

Todos deseaban tener al dios invernal, el inmortal más bello de todos (incluso superando a las féminas) pero nadie sabía que cierta niña tenía ese privilegio.

— ¿Qué hará hoy? —cuestiono la pequeña.

—Como siempre, vigilar los alrededores —respondió el dios con un tono muy tranquilo.

Observo de reojo a la niña. Esta llevaba un puchero, signo de que desaprobaba la idea.

—Te enseñaré ajedrez, no romperé esa promesa —respondió el dios.

La sonrisa llena de alegría por parte de la niña no paso desapercibido por el señor invernal.

Dos días, tres días...Cuatro días.

Algo no andaba bien. Y eso lo presentía el dios invernal. La niña no era de que faltará muchos días, máximo uno, en ocasiones pero hasta ahí.

— ¡Yue!

Aquella voz la reconocería donde fuera. Era el dios fénix que había llegado con prisa al bosque. Acompañado del tercer príncipe del clan de los zorros blancos.




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