V. EL SILBIDO DE LA VENGANZA.
El disparo en la distancia seguía resonando en mi mente mientras corría entre la maleza. Mis pies apenas tocaban el suelo, impulsados por la pura adrenalina. El aire era cada vez más denso, pegajoso. Podía sentirlo en mis pulmones, como si cada bocanada de aire cargara el peso de la selva y sus secretos. El sonido del follaje aplastado bajo mis botas se mezclaba con los murmullos de la naturaleza, pero había algo que no encajaba.
Lo que había visto me perturbaba más de lo que quería admitir. Sabía que no era real, que lo que vi no podía ser más que una alucinación, una sombra creada por mi mente que aún no sanaba sus heridas. Pero aun así, había sentido su presencia, su mirada, como si la selva misma se hubiera alimentado de mis recuerdos más dolorosos para hacerme dudar de mi cordura. Cada rincón de mi ser sabía que estábamos caminando por un terreno peligroso, no solo físicamente, sino mentalmente. Era como si la selva estuviera viva, como si nos estuviera tentando, jugando con nosotros antes de devorarnos.
El maldito silbido volvió a escucharse, pero esta vez fue diferente. Era más profundo, más denso. No era solo un sonido; era una advertencia. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, girando hacia el origen de aquel eco. Sentí el impulso de levantar mi arma, pero me detuve. Había algo más ahí. No era humano, no era animal. Pero era real. Sentí su presencia, un peso invisible que se apoderaba del ambiente, convirtiendo el espacio en algo hostil. No se trataba solo de Feliciano. Era algo más grande, algo más antiguo. Algo que había estado en la selva mucho antes de que nosotros llegáramos.
Este no era un enemigo que pudiéramos ver o rastrear fácilmente. Lo que nos estaba acechando no dejaba huellas visibles, pero sus pasos estaban grabados en la atmósfera, en el sonido del viento que parecía vibrar con una extraña melodía.
Mientras trataba de calmar mis nervios, apoyándome contra un árbol, los recuerdos se agolparon en mi mente. Volví a verme en aquel poblado en el Vraem, rodeado de cuerpos. Había algo en esa experiencia que nunca pude sacudirme.
—¡General! —La voz de Vargas me sacó de mi trance, llegándome como un eco entre las sombras. Cuando lo vi, su rostro estaba desencajado, pálido como si hubiera visto un fantasma.
—Debemos irnos, si no lo hacemos, será demasiado tarde —insistió, temblando como una hoja al viento. Sus ojos estaban llenos de pánico.
—¿Qué viste, Vargas? —pregunté, intentando mantener mi voz firme, aunque mi corazón latía desbocado.
—No lo sé, señor. Pero tenemos que irnos. Si nos quedamos, será demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué? —insistí, aunque una parte de mí ya conocía la respuesta.
Antes de que pudiera responder, un crujido de ramas nos puso en alerta. Levanté el arma instintivamente y miré al frente. Allí, entre la espesura, estaba él. Feliciano. Delgado, con el cabello oscuro y grasiento, tal como lo recordaba de las fotos. Su figura se mezclaba con la sombra de la selva, como si fuera parte de ella.
—¡Alto ahí! —grité, pero él no se detuvo. Empezó a correr.
El odio ardía en mi interior. Este era el hombre que había destruido mi vida, que me había arrebatado a Adela. No podía dejarlo escapar. Mi cuerpo actuaba por instinto, corriendo tras él, ignorando las advertencias de Vargas.
Mis botas aplastaban la maleza, los matorrales me arañaban la piel, pero nada de eso importaba. Feliciano estaba a pocos metros de mí, y la distancia entre nosotros se reducía rápidamente. Disparé al aire como advertencia, pero él no se detuvo. Su figura delgada se movía con una velocidad desesperada, sus pies apenas rozaban el suelo. Lo vi girarse brevemente para asegurarse de que aún lo seguía, y ese pequeño momento de duda fue suficiente. Apunté al frente y tiré del gatillo.
El disparo le rozó el brazo, lo vi tambalearse por el impacto, pero siguió corriendo, con más desesperación que antes. Sentí la tierra moverse bajo mis pies cuando salté unos matorrales y caí sobre una zona de piedras cubiertas de musgo. Resbalé, golpeándome la cabeza. La sangre caliente empezó a correr por mi cuello, pero el dolor apenas lo noté. Todo lo que importaba era que Feliciano estaba frente a mí, temblando.
—¡Las manos en la cabeza! —grité con toda la furia que había acumulado durante el último año.
El silbido se escuchó de nuevo, pero esta vez, más claro, más cercano. Un sonido agudo y penetrante que sentí justo detrás de mí. Mi corazón se detuvo por un instante.
No me atreví a girarme. Recordé lo que Vargas había dicho antes, cuando lo oí hablar con los otros hombres. "Si escuchas el silbido, no te atrevas a voltear. Si lo haces, estás muerto."
Feliciano levantó las manos, sus ojos brillaban de miedo, pero no era solo miedo de mí. Miraba más allá de mí, hacia algo en la oscuridad de la selva, algo que yo aún no veía. Su cuerpo entero temblaba, no como un hombre acorralado por su enemigo, sino como alguien que ha visto algo peor que la muerte.
Por el rabillo del ojo vi que algo se movía pero yo aún me mantenía quieto apuntando a Feliciano.
El silbido volvió a resonar, esta vez ensordecedor. Sentí que mis tímpanos iban a estallar. Pero entonces lo vi: la figura de Adela emergió de las sombras, arrastrando sus pies. Sus ojos, vacíos y llenos de tristeza, me miraban fijamente.
—Adela... —susurré, con mi voz quebrada.
Feliciano cayó al suelo, temblando, gritando como un loco. Estaba atrapado en su propio infierno, pero no era yo quien lo atormentaba.
Los espectros aparecieron entonces, rodeándome. Figuras de cuerpos deformados, con ojos vacíos, me observaban en silencio. Sus rostros reflejaban el sufrimiento que yo mismo había causado: las víctimas del pasado, aquellos inocentes que murieron por decisiones que tomé sin titubear.
—¡Déjenme! ¡Déjenme! —gritaba Feliciano, desesperado.