Palacio de Westminster, madrugada del 5 de abril de 1889.
Sir Edward Corven observaba el cadáver del rey, ya cubierto por una sábana de terciopelo negro. Las sombras parecían más gruesas esa noche, como si Londres se negara a alumbrar una muerte tan simbólica. En sus pensamientos no estaba solo el asesinato… sino lo que representaba.
—¿Sabía usted, coronel —dijo Corven sin apartar la vista del cuerpo—, que durante la Revolución Francesa las cabezas reales no caían una por una por traición, sino por simbolismo?
El coronel Hargrove frunció el ceño, con los puños apretados.
—Esto no es París. Y este no es 1793.
—No. Es peor —Corven se giró lentamente—. Porque aquí, la revolución no se canta en las calles. Se susurra en los pasillos, con guantes de seda y palabras envenenadas.
Hargrove soltó un resoplido, pero no replicó. Sabía que el inspector tenía razón. En la esquina de la sala, un mayordomo tembloroso apareció con un sobre más. Había sido hallado en el despacho del rey, oculto detrás de un retrato de su abuelo.
Corven lo abrió con cuidado. Dentro había una copia de un panfleto antiguo, amarillento, en francés.
> “Justice par le fer. Vérité par le sang. Liberté par la mort des rois.”
(Justicia por el hierro. Verdad por la sangre. Libertad por la muerte de los reyes.)
—Esto es... —susurró Hargrove.
—Una reliquia de la Revolución Francesa. Y también una advertencia.
En el reverso del panfleto, escrito con tinta escarlata, había una firma. Tres letras:
“R.S.C.”
Corven se puso de pie lentamente, su rostro más grave que nunca.
—El Cuervo Carmesí ha vuelto.
—¿Una persona?
—Una sociedad secreta. Nacida en la Bastilla, enterrada por Napoleón, y según los archivos... extinguida hace más de cincuenta años.
—¿Qué querían?
—La caída de todas las coronas. Empezaron con los Borbones. Ahora, vienen por nosotros.
En ese instante, un grito desgarró el pasillo. Un joven cadete irrumpió en la sala, con los ojos desorbitados.
—¡Han asesinado al Ministro de Guerra! ¡Lo colgaron de la estatua de Wellington! Y... y le dejaron la misma carta.
Corven apretó los labios. Cerró su libreta de cuero con un chasquido.
—Peón dos... caído. Y el tablero apenas comienza.
Claro. Aquí tienes el Capítulo III de El Silencio del Cuervo Carmesí, titulado con el mismo estilo victoriano de intriga y creciente tensión: