El frío de la madrugada se colaba entre los huesos de Corven mientras descendía por las escaleras oxidadas del muelle de Greystone. El río Blackwater fluía oscuro y lento, arrastrando rumores que nadie se atrevía a escuchar. A su lado, Miles sostenía la linterna con manos temblorosas.
—¿Está seguro de que es aquí? —preguntó el joven, mirando los contenedores apilados y las redes abandonadas.
Corven asintió. —El símbolo del cuervo apareció en el manifiesto de carga del barco “Rousseau”. Y según el informante… hubo una reunión aquí anoche.
Avanzaron entre los restos de cajas rotas hasta llegar a una vieja bodega cerrada con cadenas. Una marca roja, casi imperceptible, adornaba la puerta: un cuervo carmesí tallado con precisión.
Dentro, el olor a pólvora y papel viejo era casi insoportable. Miles encendió otra lámpara y la luz reveló decenas de panfletos revolucionarios clavados en las paredes. En el centro de la habitación, había un tablero de ajedrez… con piezas manchadas de sangre.
Corven se acercó. El rey blanco estaba tumbado. La reina negra lo miraba de frente. Una nota reposaba al lado:
"Los alfiles están en movimiento. El silencio se aproxima."
—Están jugando con nosotros —murmuró Corven—. Esto es más que una advertencia. Es una declaración de guerra.
Un ruido seco los hizo girar. Una silueta escapaba por una puerta trasera. Corven corrió tras ella, pero solo encontró una capa negra agitándose entre las sombras… y el eco de un aleteo lejano.
El Cuervo Carmesí había estado allí. Y aún no había terminado su jugada.