El sol comenzaba a asomar cuando Eliah, Ilyana y Eron abandonaron la Cripta del Silencio. La luz les resultó casi dolorosa. No era solo el paso de la noche al día… era la sensación de que algo antiguo los observaba desde las sombras, ahora conscientes de que habían sido descubiertos.
—Tenemos que llegar al Foso antes del tercer eclipse —dijo Eron, mientras caminaban por un sendero oculto entre riscos—. Después de eso, el sello final caerá.
—¿Y qué pasa si no lo logramos? —preguntó Ilyana.
—Entonces todo lo que recordás… dejará de existir. No solo los recuerdos. También los sentimientos que los crearon.
Eliah se estremeció. Perder los recuerdos era una cosa. Pero perder lo que daban sentido a esos recuerdos… eso era perder el alma.
Tras horas de marcha, llegaron a una grieta oculta en la montaña. Una entrada oculta por enredaderas secas. Eron las apartó, y la tierra pareció susurrar al abrirse la entrada: un lamento de viento muerto.
—¿Es esto el Foso? —preguntó Eliah.
—No —dijo Eron—. Esto es la Memoria del Primer Silencio. El lugar donde se creó todo.
Bajaron por un pasadizo en espiral, y las paredes comenzaron a brillar con símbolos flotantes. Pero esta vez, no eran recuerdos… eran emociones flotando como humo: ira, amor, culpa, desesperación.
—Aquí fue donde Anwen obtuvo su poder —dijo Ilyana, rozando una bruma púrpura que la hizo llorar sin saber por qué—. Este lugar es... una herida.
—No solo Anwen —corrigió Eron—. Todos los Custodios tocamos este sitio alguna vez. Cada vez que alguien sufría lo suficiente, una grieta se abría… y el Silencio respondía.
Eliah sintió entonces un estremecimiento. Había algo más abajo. Algo que latía. Que esperaba.
Y entonces, lo vieron.
Un lago negro, rodeado de columnas rotas, donde flotaba una esfera suspendida en el aire, hecha de humo y fuego. Dentro de ella… había un niño.
—¿Quién es? —susurró Eliah.
—Se llama Nahl —dijo Eron, bajando la cabeza—. Él fue el primer corazón roto. El origen del Silencio Completo.
La esfera palpitó. El niño abrió los ojos.
—¿Quién… me recuerda?
Eliah cayó de rodillas. Una avalancha de memorias ajenas lo invadió: una infancia marcada por el abandono, una traición de alguien amado, un grito que nadie oyó.
—Él no quiere destruirnos —dijo Eliah, con la voz quebrada—. Solo quiere que alguien escuche lo que nunca pudo decir.
Y por primera vez, entendió:
el Silencio Completo no era odio… era dolor acumulado.
Y estaba a punto de romperse.