—Es imprescindible que se presente ante la corte de Terra, su majestad —aconsejó el ministro, expectante, ante el interés del príncipe heredero—. Solo así será reconocido por el resto del mundo.
Finalizó el discurso, con el apoyo de los presentes. Mientras tanto, el asesor imperial del difunto rey, y hombre de confianza de Solean, observó con detenimiento al gran número de interesados por concretar una alianza con Terra.
Si bien, no eran enemigos, tampoco podía considerarlos aliados. Una opinión que, para su suerte, coincidía con la armada de los Lunei. Ejército imperial que formaba parte de la reunión, con su característico uniforme azul y armaduras plateadas.
—Dado que hace unas semanas falleció nuestro rey Lean, no me parece pertinente que su majestad viaje tan pronto a Terra —dijo el asesor, sin querer ofender la autoridad de su rey.
—¿Qué piensa usted, su majestad Solean?
No se rindió el ministro, que ejerció su habitual presión en la sala. Sin embargo, el carácter fuerte del nuevo rey, no permitió que eso lo inquietara. Después de todo, el último consejo que su padre le dio en su lecho de muerte, fue en no confiar en nadie más que en su propio criterio. O, como a su madre le gustaba decir, en su intuición.
De cualquier manera, Solean se sentía preparado para abordar el tema. No obstante, necesitaba escuchar la tercera voz que componía el equilibrio de lo que ya se consideraba su gobierno.
—¿Cuál es su opinión, general Lunei?
Evadió la pregunta del ministro Gálea, para centrar su atención en un burlón general, que a penas fue reprendido por su hija, y futura heredera de la armada imperial. Una encantadora y aguerrida mujer, que después de años de conocerse, le era difícil de tratar.
—Igual que el asesor Mart, pienso que debería posponer su viaje a Terra —respondió, y levantó la mano, para impedir que el ministro lo interrumpiera—. Y, si nadie se opone, propongo que me conceda el permiso de ir en persona, para conocer las intenciones que Terra tiene con nosotros.
—¡Eso sería una ofensa!
—A lo que me respecta, es una estrategia válida —dijo Solean, para sorpresa de Gálea—. Desconocemos su postura. Y si queremos tener una garantía de paz para nuestro pueblo, hay que hacer uso de todos nuestros recursos, para tenerla. ¿No le parece, ministro?
La duda sobre la inesperada enfermedad del difunto rey, seguido de su abrupto fallecimiento, era la emoción que predominaba en el corazón de Solean, así como en los más cercanos de su círculo.
Por consiguiente, las sospechas estaban sobre dichos sujetos que, desde meses pasados, insistían con celebrar una alianza política y comercial con Terra.
—Si es la última palabra de su majestad, lo aceptamos.
Respondió a regañadientes Gálea, que debió dar por finalizada la reunión, para dejar en la sala, al asesor y los representantes de la armada imperial.
—¿Qué piensa de todo esto?
Preguntó sin rodeos Lunei. Mismo que ignoró el suspiro de exasperación de su hija, como también la discreta sonrisa de Solean, por lo divertido que se le hacía su relación.
—Muy sospecho —respondió con seriedad, en lo que miró a su asesor—. ¿Encontraron algún indicio de su traición a la corona?
—Lamento decir que no encontramos nada por el momento.
—Aunque, y si bien es una conjetura mía, puede que no encontremos pruebas sobre el atentado al difunto rey.
—¿En qué te basas, sub general Lunei?
—Sospecho que la alianza opositora, logró entrar en el núcleo de la familia real, su majestad.
Dijo ella, a pesar de la censura de su padre, que la miró con reproche. Mientras, Solean, inquieto, se incorporó del asiento real; para bajar los dos amplios escalones que lo separaban del resto de sus subordinados.
Y, por mucho que ya no era un príncipe más, su título seguía sin amedrentar ni una gruesa hebra del cabello de Luz. Quien se mantuvo imperturbable, mientras los ojos color ámbar del rey Solean se mantuvieron fijos en los de ella.
Cuyas orbes tenían la peculiaridad propia de los Lunei, como era su color negro con betas azules. Tan cautivadores, como también lo era la falta de inseguridad en su temple.
—¿Dice que debo desconfiar hasta de mi propia sombra?
—Tengo fe de que la reina madre y su majestad, son inocentes ante mi conjetura —aclaró ella, sin un rastro de duda en su voz firme y clara—. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de sus primos, y demás ramas de la realeza.
—Comprendo.
Respondió él, que no dejó de verse reflejado en los oscuros ojos de la primera, si no era la única mujer, que no cedía a sus encantos. O bien, a su legado.
Pero, en cuanto recordó una corta conversación, que tuvo lugar en el décimo octavo cumpleaños de él, entendió de primera mano, que Luz era parte del reducido grupo de personas que se interesaban en la simpleza de la personalidad y no tanto en la persona en sí.
Si bien, dicha respuesta lo confundió, en ese momento, y con veintiséis años, comprendió la diferencia entre dichos términos. Lo que ayudó en su decisión.