Se despertó y la ligera confusión que precede al sueño se disipó en un instante.
Se sentía inexplicablemente lúcido y vital; pese a que hacía apenas un momento había abierto los ojos.
Se incorporó repentinamente sobresaltado al descubrir que había dormido sobre la hierba.
Miró en todas direcciones intentando reconocer el lugar, pero no pudo.
Parecía estar en un inmenso jardín cuya extensión se perdía de vista por donde mirase. Hermosas plantas con flores y respetables árboles añejos en toda la campiña decoraban el paisaje. Podía oír el gorjeo de las aves que hacían maravillas con su canto; aunque no pudo divisar a ninguna. Un cielo límpido, diáfano, cubría el firmamento.
Tampoco pudo ver el sol, aunque la luz llegaba por igual a todas partes.
Una brisa tibia como una caricia le traía el aroma de las flores silvestres.
Todo el lugar era de ensueño, pero se inquietó al no poder recordar cómo había llegado allí.
Se miró.
La única prenda que llevaba puesta era una especie de túnica al estilo griego. Esbozó una sonrisa socarrona al pensar que luciría cual Sócrates o Platón. El blanco inmaculado de su ropa era notable.
También se dio cuenta de que no había nadie en los alrededores. Estaba completamente solo.
Se puso de pie y el suave contacto con la hierba le trajo una inexplicable sensación de bienestar.
A lo lejos pudo divisar una figura que avanzaba hacia él.
Algo le llamaba la atención. No sabía qué era, de modo que aguzó los sentidos prestándole más cuidado.
No pudo observarlo mucho. Apenas un instante después, ya se hallaba prácticamente a su lado.
Se sorprendió de tenerlo cerca tan rápido. ¿Cómo lo había hecho?
- ¡Hola! – La carrasposa voz del anciano volvió a darle un nuevo sobresalto.
El rostro nada agraciado de un viejo le dedicaba una amplia sonrisa. Su escuálida silueta se apoyaba sobre una especie de leñoso cayado. Las innumerables arrugas en su cara hacían imposible determinar su edad.
- Hola- respondió por cortesía, automáticamente; sin pensar mucho en las palabras. Estaba absorto contemplando su semblante.
El venerable anciano también vestía una blanca toga al igual que él. Y… ¿De dónde había salido?
Ni bien miró en derredor la primera vez, no había visto a nadie. Y podía abarcar kilómetros de distancia con solo un vistazo.
- ¿Dormiste bien? ¿Descansaste? – el anciano le preguntaba solícito.
- ¡Sí! ¡Muy bien!... Gracias… - no sabía muy bien el porqué, pero el viejo le pareció simpático. Sus ojillos vivaces bajo los pliegues de los párpados no le perdían detalle.
- ¡Bien! ¡Me alegro! Y dime… ¿quién eres? – El vejestorio se apoyó en su vara y lo miraba con curiosidad. Era una pregunta simple, sencilla, que él simplemente no podía responder.
Dio un respingo. No podía recordar su nombre. Se rascó la cabeza, perplejo. En realidad, no podía recordar nada.
Esta condición de falta de memoria se le antojaba conocida… si… ¿cómo era?...
¡Amnesia! ¡Sí, eso era!
Probablemente habría sufrido algún tipo de accidente o golpe y por eso no recordaba.
-Pues en este momento no lo recuerdo… no puedo acordarme de mi nombre… - le contestó encogiéndose de hombros.
El viejo soltó una risotada, divertido.
- No te preocupes… ¡A todos les pasa! Ya recordarás… – Se sentó sobre la hierba y le invitó a hacer lo mismo.
No supo por qué, pero le hizo caso. Ahora, en su cabeza, comenzaban a agolparse un sinnúmero de preguntas.
- Pero yo no te pregunté tu nombre… sino ¿Quién eres? – el anciano había dispuesto sobre una manta una cesta con frutos y quesos y con un gesto de su mano le convidaba a que se sirviera.
¡¿Y de dónde sacó todo eso?! El simpático vejete no dejaba de sorprenderlo.
No se hizo rogar. No tenía hambre, pero lo apetitoso del aspecto de los manjares lo convencieron de comerlos.
Mientras comía, pensaba acerca de la pregunta que le había hecho.
Era verdad. No le preguntó su nombre sino quien era…
¿Y cómo responder a eso? La pregunta se le antojaba sino capciosa, al menos ambigua.
Masticaba despacio, saboreando las exquisiteces ofrecidas mientras se replanteaba una y otra vez cómo contestar el interrogante.
Se reconoció como un pragmático. Entonces, objetivamente, comenzó a reflexionar en todo lo ocurrido desde que abrió los ojos en ese extraño lugar.
¿En dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué día era? ¿Cuál era su nombre? y, por sobre todo, ¿Quién era ese viejo? Algo en él le resultaba familiar, pero no podía precisar qué cosa.
De repente, tuvo una epifanía. ¡Era un sueño!
¡Claro! ¡Por eso lo irreal del asunto! Estaba en el Mundo Onírico, por lo tanto, muchas cosas inverosímiles podían suceder.
De modo que quizá ese vejestorio no era otra cosa sino la representación que su mente hacía de su propio padre, muerto cuando él aún era un niño.
Tenía muy vagos recuerdos suyos; que una vez llegado a la vida adulta se había cuestionado si eran propios o inducidos por su madre, quien quiso siempre lo tenga presente.
Como sea, esto le despertaba curiosidad por saber cómo se desarrollarían los sucesos de aquí en adelante; siendo consciente ahora que todo lo que estaba experimentando no era real.
Aún en su sueño, recordó su nombre. Alejandro Iturralde. Cincuenta y ocho años. Médico clínico. Esposo de María Marta Sánchez de Iturralde y padre de Francisco Octavio Iturralde.
Le devolvió la mirada al viejito, que aguardaba pacientemente que terminara de organizar sus ideas. Se le antojó que al vejete este tipo de situaciones le resultaban cotidianas.
- ¡Soy médico! - Respondió triunfante. – Me especializo en clínica médica y gerontología…-
El anciano sonrió y meneó la cabeza, complacido.
- ¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Ya estás recordando! – dijo satisfecho.
- ¿Sabes? Éste es un sueño de lo más extraño… ¡Es tan vívido que hasta parece real! – le dijo a su vez a su anfitrión.
-Es más, de seguro tú eres mi padre… o la representación que me hago de él… - agregó rotundamente convencido de sus ideas.
Un brillo extraño apareció por un segundo en los ojos del anciano.
- De modo que asumes que estás en un sueño…- Una expresión tierna, bonachona, se dibujó en su rostro.
- ¡Pues claro! – contestó como quien dice una obviedad.
- ¡Por eso me resultas tan familiar! – añadió enérgico.
El viejo se echó a reír, visiblemente deleitado por sus palabras.
Lo miró sorprendido y aguardó que concluya con sus carcajadas. ¿Qué había dicho que fuese tan gracioso?
Como sea, éste era uno de sus mejores sueños e iba a continuarlo hasta el final.
-Disculpa… - dijo luego de un rato el anciano.
- Me olvido de que tú nunca fuiste muy creyente que digamos… - añadió sonándose los mocos en su túnica.
¿Creyente? ¿De qué estaba hablando? La última vez que había estado en una iglesia fue para su bautismo. Y eso fue porque era un crío y lo llevaron. Se reconocía a sí mismo como ateo.
Esas peroratas acerca del cielo y el infierno jamás habían hecho mella en él. Por un instante, el viejito ya no le pareció tan simpático.
Se quedaron un momento en silencio, observándose con cuidado. Luego de un rato, el anciano preguntó:
- ¿En dónde crees que estás? – dijo simplemente, sin mirarlo. Dejó su cayado a un lado y tomó una deliciosa manzana roja.
- Bueno… pues es un sueño… sólo es producto de mi imaginación… - contestó algo molesto.
No le gustaba el giro que comenzaban a tomar las cosas.
- ¿Qué quieres decir? – añadió clavándole la mirada.
El anciano soltó una risita y le hizo un gesto abarcando todo el espacio alrededor.
- ¿Qué te parece que es esto? – le dijo tranquilamente.
De repente se sintió inquieto. Volvió a mirar hacia todos lados. El lugar era hermoso. Era un paraíso.
Sintió un escozor recorriéndole toda la espalda. Se giró hacia el viejo. Este seguía mirándolo tranquilamente.
- ¿Recuerdas lo que hiciste ayer? – le preguntó al notar su perplejidad.
Se esforzó en recordar. Repentinamente, se vio conduciendo su automóvil sobre la ruta.
Temprano en la mañana. La niebla cerrada no permitía ver más allá de unos escasos cincuenta metros.
Pero él tenía que llegar a algún lugar. Y pisaba el acelerador mucho más allá, no sólo de la ley, sino de la prudencia.
Hasta que intentó sobrepasar al camión y su acoplado y estaba a punto de lograrlo cuando aparecieron las luces frente a él… y luego… ¿Qué?
Se tomó la cabeza con ambas manos. El corazón le dio un vuelco en el pecho, súbitamente desbordado.
No recordaba más. No se acordaba de haber llegado nunca a ninguna parte. Se le erizaron los cabellos.
Entonces…
¿Había muerto?
Una angustia enorme le estrujó el pecho.
- Tranquilo… No pasa nada… - La voz del anciano sonaba serena intentando calmarlo, al verlo preso de su agitación.
Volvió a mirar al viejo. Supo entonces que no era su padre. La sonrisa bonachona seguía ahí. Lo reconfortaba.
Temía hacer la pregunta, pero debía hacerlo. Necesitaba saber. Ahora todo tenía otro sentido.
- Pero… ¿De veras? – se llevó ambas manos al pecho, visiblemente contrito.
- ¿He muerto? – dijo al fin; cuando la angustia anudada en su garganta le permitió hablar.
Las innumerables arrugas en el rostro del viejo se multiplicaron cuando le sonrió.
- No… Aún no…- contestó serenamente.
- Pero falta poco… Es imperioso apresurarnos… - añadió sin prisas; dándole el tiempo necesario para procesar y digerir la información.
Él se sintió terriblemente apenado. No quería morir. No aún. Era relativamente joven. Gozaba de buena salud. Era injusto.
- No quiero morir… - dijo apenado.
- Lo sé… - dijo el honorable anciano.
Quedaron así un instante. Mirándose el uno al otro. De repente, reparó en lo que había dicho el viejo.
“Es imperioso apresurarnos” habían sido sus palabras. ¿Por qué?
- ¿Qué quieres tú? – le dijo al fin - ¿Quién eres? – preguntó abatido.
-Necesitas resarcirte de tus faltas antes de dejar ese mundo… tienes que firmar el libro… - le dijo expresamente.
Además de compungido, se sintió un idiota. Venía a comprobar al momento de su muerte que todo lo que le habían dicho respecto a la religión era cierto. Al final, había un Cielo y un Infierno… Y un Paraíso.
Ahora lo descubría. Y suponía entonces que ese ser sería algún tipo de ángel, o San Pedro; o quizás hasta el mismísimo Dios.
- ¿De qué libro me hablas? – le preguntó por fin; ya entregado a su suerte.
- Es el Libro de la Expiación. Debes firmarlo antes de morir para no ir al Purgatorio… En él reconoces tus faltas y se te exime de pecado- explicó el anciano.
- ¿Quieres certificar tu firma en él? – inquirió el encorvado viejo apoyado sobre su cayado.
- ¡Sí, claro! – respondió enfáticamente. Si había una posibilidad de acortar camino hacia el Cielo y evitar el Purgatorio, pues la tomaría.
- ¡Bien! ¡Muy bien! – dijo satisfecho el viejo.
Inmediatamente, apareció flotando frente a ellos un extraño y voluminoso libro de colosales dimensiones. Se abrió por sí solo en alguna parte y una extraña pluma avanzó en el aire hacia él. La tomó y un extraño cosquilleo le recorrió el cuerpo.
- ¿Y dónde está el tintero? – preguntó perplejo al no verlo por ningún lado.
- Con la punta de la pluma, pínchate el dedo y firma con tu propia sangre- respondió el anciano rápidamente. Sus ojos tenían un extraño brillo mientras hablaba.
Así lo hizo. Sin dudar, sin cuestionarse nada. Tomó firmemente el utensilio en su mano derecha y se punzó el pulgar en su mano izquierda.
Una generosa gota de sangre apareció al momento y con ella estampó su firma en un pequeño espacio en blanco del libro que parecía reservado puntualmente para él. Ni bien lo hubo hecho, el libro se cerró de golpe y desapareció en la misma y misteriosa forma en que había aparecido. La pluma también voló de su mano quién sabe adónde. Se extrañó de lo abrupto del suceso y más aún al ver que el viejo daba la vuelta dispuesto a volverse por donde vino.
- ¡Hey! ¡Espera! ¡No te vayas! – le dijo súbitamente nervioso. Una extraña sensación o presentimiento lo acongojaba.
El anciano se volvió. Un brillo inusual, despiadado, apareció en sus ojos.
- ¿Qué quieres? – le preguntó secamente.
Quedó tieso del repentino cambio en su actitud. Hasta ese momento, siempre lo había tratado con cordialidad, amablemente. ¿Qué era lo que ocurría?
Todo rastro de simpatía había desaparecido en sus facciones. En cambio, los ojos que repentinamente se habían vuelto rojos lo miraban con una expresión decididamente maligna.
- Bueno, pues… dime quién eres tú… Tu nombre… - dijo ya no muy seguro de haber hecho lo correcto anteriormente. Un temor, un pálpito, una terrible duda lo asaltaba.
Una pavorosa carcajada resonó estentórea helándole la sangre. Algo estaba definitivamente mal.
- ¡¿Que quién soy?! – Caminó un par de pasos hacia él y extrañamente su figura comenzó a cambiar.
De repente, ya no era el anciano decrépito lleno de arrugas sino una hermosa mujer de generosas formas.
- ¿No te has dado cuenta aún? ¿No lo has deducido? – le dijo ésta con una voz muy sensual.
El pánico le paralizó. Por algún motivo, había dado por sentado que el viejito era “bueno” …
Caía en la cuenta de su error.
La mujer parecía disfrutar del miedo que se reflejaba en su rostro. Se acercó un par de pasos más y una nueva transformación dejó a la vista a un colosal ser de casi tres metros de alto. Unos cuernos imponentes coronaban la bestial cabeza y una larga cola siseaba cual serpiente de lado a lado. Un penetrante olor a azufre le envolvía.
- ¡Yo soy el “Padre de la Mentira”! – dijo, saboreando las palabras.
- ¿Quieres saber mi nombre? ¡Tengo varios en tu cultura! –
Caminaba en círculos alrededor suyo, sabiendo perfectamente el impacto que cada palabra suya tenía en el pobre desdichado.
- Soy Satanás… o Lucifer… o Belcebú… - otra risotada terminó por hundir cualquier vestigio de esperanza en el pobre infeliz.
Alejandro Iturralde se supo perdido. Comprendió todo. El Diablo lo había engañado para que él le entregue voluntariamente su alma.
Supo que era su fin.
- Te espero abajo… - sentenció el demonio, visiblemente satisfecho de su obra. Y así, sin más, desapareció sin dejar rastros.
De repente se vio como en una especie de nube, flotando sobre una habitación de hospital. Pudo reconocer su propio cuerpo en la cama, cubierto de tubos y cables que lo conectaban a diferentes máquinas que mantenían su cuerpo con vida.
También pudo ver a su familia allí reunida.
Un médico terminaba de explicarle a su esposa todo el procedimiento que seguiría luego de que lo desconecten. Algunos de sus órganos irían a distintas partes del país para, probablemente, salvar otras vidas.
Su hijo le aferraba la mano mientras lloraba desconsoladamente. Luego, les invitaban a retirarse a fin de comenzar el proceso.
¡No!
Una angustia enorme como una prensa le comprimía el pecho. Sabía cual sería su suerte luego de eso. Y no tenía forma de evitarlo.
Comenzó a escuchar que alguien lo llamaba por su nombre desde alguna parte. El tono de voz, cada vez más fuerte e insistente, parecía arrastralo hacia un abismo. Todo lo que veía en la habitación del hospital comenzó a hacerse más pequeño, más lejano, más difuso. Sintió su voluntad desvanecerse.
¡No!
Trataba de resistirse a la extraña fuerza que lo arrastraba a alguna parte. Pero sus esfuerzos eran inútiles. Luego, la nada.
- ¡Ale! ¡Despertáte! ¡Son las siete menos cuarto ya! ¡Te quedaste dormido! – la dulce voz femenina sonaba intranquila. Había apagado el radio despertador y le sacudía suavemente el hombro. Se incorporó de golpe ante la sorpresa en la mirada de María.
Estaba en su habitación, en su cama, junto a su mujer.