Un pequeño jabalí iba correteando entre los árboles de la Selva Guaraní, siendo perseguido por una criatura de hermosas alas bancas y cuernos rojos llamado Arandú. Pero lejos de ser una persecución de sobrevivencia, más bien parecían estar jugando a las escondidas.
Arandú estaba por alcanzar al jabalí, hasta que se tropezó con una raíz que sobresalía del suelo y se cayó. Las risas fueron reemplazadas por lágrimas, lo cual llamó la atención del animal y consiguió atraerlo hacia su perseguidor. Así, el pequeño aprovechó para lanzarse sobre él y rodearlo con un tierno abrazo.
Estuvieron así por un rato hasta que Arandú escuchó a su madre, llamándolo.
Arandú cargó al jabalí en su hombro, extendió sus alas y voló hacia la dirección donde escuchó a su madre. La encontró encima de las ramas de un frondoso árbol junto a los demás miembros de su familia: su padre y su hermana gemela llamada Yerutí.
Tanto su papá como su mamá tenían dos vistosos cuernos rojos sobre sus cabezas que contrastaban con sus cabellos negros. Las alas de su padre eran negras mientras que, las de su madre, eran blancas. Yerutí había heredado esas alas negras y otros rasgos físicos de su padre, pero adquirió la fuerza y agilidad de su madre siendo que, a tan corta edad, era capaz de enfrentarse a bestias que le doblaran en tamaño casi sin ayuda.
Al decir esto, extendió sus alas y comenzó a dirigirse hacia el cielo. Los demás la imitaron y, pronto, estuvieron sobrevolando por la tupida Selva Guaraní.
Pero no duró por mucho tiempo ya que el jabalí, al verse demasiado lejos del suelo, comenzó a agitarse en los brazos de Arandú y, tras una pequeña sacudida, se resbaló y comenzó a caer en picada. El pequeño daimon fue directo hacia su rescate, introduciéndose de vuelta entre los árboles.
El cuerpo del jabalí chocó entre las ramas de los árboles que, vanamente, intentaban amortiguar su caída. Por suerte, Arandú logró sujetarlo antes de estrellarse contra el suelo. Así, el daimon pudo asegurar un aterrizaje seguro para que ninguno resultase herido tras la caída.
Apenas tocó sus pies en el suelo, cayó sobre él una gran red que lo dejó inmovilizado. Sus padres, al ver esto, se acercaron para ayudarlo. Pero otras cuerdas aún más fuertes aparecieron y rodearon sus cuerpos.
De inmediato, surgió de entre los matorrales y troncos gruesos un grupo de humanos muy numeroso, quienes tenían las caras pintadas de diferentes colores y se encontraban armados con lanzas, flechas, puñales y garrotes.
Todos los humanos gritaron de júbilo, hasta que fueron interrumpidos por una pequeña daimon salvaje que los corneó sin piedad. Muchos comenzaron a correr, no sin antes dejarse sorprender por la fuerza de esa cría que, solita, venció a tres hombres que la triplicaban en tamaño.
Uno de los cuchillos fue cerca de los daimones capturados. El papá de Arandú y Yerutí aprovechó para cortar las sogas y, así, liberar a su familia.
La mamá se acercó a Arandú y le dijo:
El niño desvió la mirada y los padres aprovecharon para liberar a Yerutí de los humanos. Aunque era muy fuerte, sabían que su hija no podría con humanos bien armados y organizados. De todas las especies, la humana era la más peligrosa porque, aunque no tenían garras ni fuerza extrema, eran demasiado inteligentes para alterar la naturaleza a su antojo y dominar a todas las bestias que se cruzaran por su camino.
Arandú, ignorando a su jabalí, se acercó a Yerutí para apoyarla también. En cuanto a ella, aunque confiaba en la fuerza de sus padres sentía que, si los dejaba ahí, sería la última vez que los veía. Pero debía obedecerlos ya que estaban esforzándose al máximo para protegerlos.
Lamentablemente, la inteligencia humana ganó en esta batalla ya que ellos planeaban que las crías de daimones se separasen de sus progenitores. Y cuando los dos niños se dispusieron a marcharse, una gran jaula reforzada con madera, sogas y piedras cayó sobre ellos. Eso distrajo a los padres que, de inmediato, fueron a ver lo que sucedía.