Un chorro de agua fría fue lanzado hacia el grupo de daimones criados en cautiverio dentro de la tribu. Yerutí, al sentir el impacto del líquido sobre su rostro, dio un salto de susto que logró sacar a Arandú de su sueño pesado.
Por inercia, colocó sus manos sobre la zona donde antes estaban sus alas y, repentinamente, acarició las salientes de piel que le quedaron luego de que los humanos la mutilaran a ella y a su hermano para evitar que pudiesen escapar. Vagamente recordaba aquel fatídico día en que fueron arrancados de sus padres, a quienes masacraron sin piedad. En esos instantes, solo deseaba morir pero, al final, su vida se convirtió en un verdadero infierno.
Tanto Arandú como Yerutí fueron presentados ante el cacique de la tribu quien, al apreciar esos “interesantes especímenes salvajes”, ordenó que cortaran sus alas. El dolor fue tan intenso que ambos niños estuvieron inconscientes por días, pero lograron sobrevivir y, al poco tiempo, se vieron entrenándose con otros daimones capturados para enfrentarse en duelos de combates.
Yerutí demostró ser la daimon más fuerte, por lo que enseguida se convirtió en la favorita del cacique Guariní, quien era un hombre cruel y sanguinario de fuerza descomunal. Sus pasatiempos era apreciar los duelos de daimones, humillar a los más débiles arrebatándoles a sus esposas, hijas o madres para su propio disfrute y seleccionar al daimon más fuerte para sus cacerías.
Tanto Yerutí como los demás daimones tuvieron la oportunidad de acompañar al cacique en sus periodos de caza, ya que los usaba como cebo para atraer a las bestias o derrotarlas sin desperdiciar los recursos humanos: los guerreros y cazadores de la tribu.
Para evitar que los daimones escaparan, el chamán de la tribu les ataba sus cuellos con unas cuerdas poseídas por los espíritus de las plantas y la tierra, los cuales inmovilizaban al instante al daimon que osara desafiar ese gran poder. Y es que el chamán era el único humano que podía controlar a los espíritus naturales a su antojo, siendo su misión controlar a los daimones en cautiverio, curar enfermedades o heridas mortales, ayudar a las mujeres en sus partos para garantizar el nacimiento de los bebés y proteger a la tribu ante cualquier ataque de otras tribus enemigas en ausencia de los guerreros y cazadores.
Las únicas veces en que los daimones no poseían esos collares era en los duelos de combate. Pero la arena se encontraba protegida por grandes bloques de piedra controladas por el chamán, asegurándose así que nunca pudiesen escapar.
Aunque la idea del escape les era atractiva a los daimones, tanto Yerutí como Arandú pensaban que no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir sin sus alas. La vida de la selva Guaraní se les iba olvidando poco a poco, por lo que no les quedaba otra opción más que resistir en la tribu de los humanos.
Luego de la repentina ducha matutina, los daimones fueron colocados delante de la casa del cacique Guariní, la cual era la única adornada con plumas coloridas de guacamayos y pieles de yaguaretés traídos de tierras lejanas. Esta era una rutina diaria, ya que el líder de la tribu era el encargado de seleccionar a la pareja de daimones que lucharían en el duelo de combate. De esa forma, elegía al ganador para que formara parte de su grupo de expedición para las cacerías. Al perdedor, en cambio, lo amarraba en un pindó y lo untaba con miel y sangre fresca para atraer a las fieras.
Casi siempre era Arandú quien terminaba en el pindó, pero Anahí lograba convencer al daimon del turno para protegerlo y cazar a la bestia a tiempo. Si el daimon priorizaba su propia seguridad, entonces entregaba a su hermano una pequeña piedra con el cual podría liberarse momentáneamente. Cuando esto sucedía, el cacique solo lo mandaba de regreso con los demás daimones atribuyéndole a su “suerte”. En su mente, pensaba que no tenían inteligencia humana para lograr tales estrategias de supervivencia.
El cacique salió de su casa, ataviado de un impotente tocado de plumas que cubría su cabeza y cintura. Sus ojos negros y penetrantes recorrieron rápidamente en dirección al grupo de daimones que lo miraban temblorosos. Al final, mostró su maquiavélica sonrisa y extendió su dedo directo hacia Arandú. Su hermana tragó saliva ya que sabía que, una vez que el cacique señalaba a alguien, difícilmente cambiaba de opinión. Luego, el dedo del cacique cambió de dirección para seleccionar al contrincante y tal fue la sorpresa de todos cuando señaló directamente a Yerutí.
Dos de los guerreros que acompañaban al cacique levantaron sus brazos y exclamaron a la tribu:
Las casas de la tribu estaban distribuidas de tal manera que pudiesen formar un círculo en el centro de su territorio. Ahí mismo, colocaron las piedras controladas por el chamán para formar la arena de batalla y evitar que los daimones escaparan ante cualquier distracción del cacique.
Yerutí y Arandú fueron trasladados en el centro. Guariní se sentó en un trono hecho de tacuaras de cinco metros de altura y adornado con cráneos de daimones que había sacrificado en el pasado. Como de costumbre, el chamán realizó el ritual de las piedras, pronunció las palabras adecuadas e invocó a los espíritus de las rocas para formar la cadena que evitaría el escape de los daimones. El resto de la tribu se colocó en las gradas hechas de tacuaras para presenciar el espectáculo.
Una vez que ambos hermanos se colocaron en sus respectivas posiciones, el cacique levantó la mano en dirección al cielo y toda la tribu dejó de murmurar entre sí. Segundos después, lo bajó como señal de que autorizaba el inicio del combate.