Capítulo 4. La maldición de los dioses
El chamán se detuvo. Luego, liberó a Yerutí y dejó que ésta se acercara a Arandú para abrazarlo.
- Me llamo Marangatú – se presentó el chamán, sacándose su tocado de plumas que cubría por completo su cabeza.
Así Yerutí pudo apreciar su aspecto. Era un hombre de rostro rectangular, con algunas arrugas que surcaban el contorno de sus ojos y una pintura facial de línea roja que cruzaba la mitad de su nariz. Cuando sonrió a la daimon, reveló algunos dientes ausentes, como si hubiese recibido un feroz golpe que lo dejó desdentado.
- Soy Yerutí – se presentó la joven daimon de mala gana – y mi hermano es Arandú.
- Tienen suerte de que nuestros caminos se cruzaran – dijo Marangatú – Puedo curar a Arandú, pero necesito que me hagas un favor.
- ¿Tiene que ver con los Guardianes? – preguntó Yerutí.
- Así es.
- ¿Y qué te hace pensar que pueda enfrentarlos? – cuestionó la joven daimon - ¡Si ni siquiera pude contigo! ¡Ni logré librarme del chamán de la tribu que nos capturaron de niños!
- Sí. Es cierto que los daimones no pueden contra los chamanes porque ninguno es apto para controlar a los espíritus de la naturaleza. Pero si se alían con un humano que tiene el don, podrá al menos enfrentarse a un Guardián… con astucia e ingenio.
Marangatú volvió a acercarse a Arandú. Yerutí se aferró aún más a su hermano, pero el chamán solo atinó a mirarlo atentamente. Tras una breve pausa, continuó:
- Si esa flecha envenenada hubiese atravesado a un humano o animal común, lo mataría al instante. Pero los daimones no son simples bestias. No, no, no. Ustedes, al igual que los Guardianes, también descienden de la unión de los humanos con los dioses, solo que fueron maldecidos por estos últimos.
- ¿Por qué maldecidos?
- Porque intentaron desafiarlos y causaron el caos en este mundo.
- ¿Cómo sé que no estás mintiendo?
- ¿Qué ganaría con eso? Solo transmito lo que me enseñaron durante mi entrenamiento. Es una sabiduría compartida entre los chamanes de este mundo, sin importar de qué tribu o tierra provengan. Gracias a nuestra habilidad de comunicarnos con espíritus, podemos encontrarnos en distintos rincones del mundo para compartir nuestros conocimientos.
Aunque a Yerutí le pareció bastante impactante la idea de ser mitad diosa y mitad humana, eso no significaba nada en aquel entonces. Solo sabía lo que experimentó en su atormentada vida y su único deseo era ser libre junto a su hermano, recuperando aquella paz que vivieron de niños en lo profundo de la selva Guaraní.
- Puedes creerme o no, eso no me afecta. Pero ten en cuenta que a tu hermano no le queda mucho tiempo. Seré breve: somete a los guardianes y róbales las llaves del cielo. Me gustaría acompañarte, pero estoy muy viejo para un viaje tan largo. Y debo cuidar de Arandú. ¿O me equivoco? Pero no te preocupes, que mi hija te acompañará.
- ¿Tu hija?
- Sí. Tengo una hija. Se llama Anahí. Es muy agradable, por cierto. Pero necesita amigas, así es que espero que se lleven bien.
- Dudo mucho que pueda llevarme bien con un humano.
- Supongo que tienes razón. Pero al menos haz el esfuerzo. Se necesitarán la una a la otra para enfrentar esta travesía. Bueno, es hora de ir con ella, nos está esperando en nuestro refugio.
Yerutí alzó a Arandú en brazos y siguió a Marangatú en su refugio, el cual consistía en una cueva protegida por unas frondosas ramas. Marangatú las separó para rebelar la entrada. La joven daimon intuyó que el chamán y su hija ya llevaban tiempo ahí dentro, dado que encontró una gruta sencilla y confortable, donde distribuyeron por los rincones algunos sacos de plantas curativas y vasijas de barro secas. En el centro había una roca que servía de asiento y cama y, encima de ella, estaba sentada una muchacha de baja estatura, piel lisa y cabellos negros recogidos en dos largas trenzas que caían elegantemente sobre sus pechos. Al contrario que su padre, no llevaba plumas ni accesorios que cubriesen su cuerpo, solo un trozo de tela que se envolvía alrededor de su cintura y cubría su entrepierna. La hija del chamán, al encontrarse con tan extraña visita, se levantó y se llevó ambas manos en la boca. Marangatú extendió sus brazos y le dijo:
- Tranquila, Anahí. Son inofensivos.
El chamán le explicó brevemente a su hija lo sucedido. Ella no dijo nada ni lo interrumpió. Simplemente escuchó, de vez en cuando agitando la cabeza en señal de haber entendido sus palabras.
Mientras hablaban, Yerutí acostó a Arandú por el suelo. Éste abrió los ojos y le preguntó a su hermana qué había sucedido, a lo que la joven daimon procedió a explicarle su versión. Cuando terminó, Arandú le suplicó:
- ¡No te vayas, por favor! ¡No me dejes con ese hombre!
- Debo hacerlo – dijo Yerutí, cuyos ojos comenzaron a humedecerse, haciendo un gran esfuerzo para no llorar – es la única forma de salvarte la vida.
- ¡Pero podría ser una trampa!
- Él me encargará a su hija. ¿No te parece un buen intercambio? No se atreverá a dañarte sabiendo que la vida de su hija está en mis manos.
Y era cierto. Anahí no solo serviría para apoyar a Yerutí con los Guardianes sino, también, para asegurar la vida de Arandú. Aún sin decirlo, las intenciones del chamán era brindar esa confianza a la joven daimon para que ésta pudiese cumplir con su misión. Era un extraño intercambio y que, en el fondo, escondía una oscura intención que en esos momentos no tenía interés en descubrirlo.
Cuando Marangatú y Anahí dejaron de charlar, se acercaron a los hermanos daimones. El chamán cubrió a Arandú con unas mantas de pieles, entregó a Anahí una bolsa de comida y hierbas y le dijo:
- Recuerda: potencia la fuerza de Yerutí y, luego, sella los poderes de los guardianes como te enseñé. ¿Entendido?
- Sí, padre.
- Bien. Ya pueden irse. Nosotros los esperaremos aquí mismo.