Mientras caminaban en dirección al siguiente templo, Anahí le explicó rápidamente a Lambaré sobre su misión. El joven guerrero quedó asombrado y, a la vez, intrigado por conseguir que una daimon aceptara ayudarlos. Hasta mencionó que siempre creía que los daimones eran criaturas hostiles, solitarias y carente de sentimientos.
Yerutí, al oír tremenda falacia, dijo:
Yerutí lo fulminó con la mirada mientras que, Anahí, solo atinó a darse un golpe en la frente mientras daba un suspiro.
Tanto Lambaré como Anahí hicieron muecas extrañas. Yerutí solo se mostraba aún más curiosa por saber a qué se refería Chapai. Tras un breve silencio, Anahí se atrevió a preguntar:
Yerutí se quedó pensativa. Todos la miraron para saber el porqué pensaba demasiado. Al final, respondió:
Yerutí dirigió su mirada hacia la entrepierna de Chapai. Éste se sintió extrañamente incómodo, ya que no estaba acostumbrado a que le inspeccionaran el cuerpo. Al final, Yerutí exclamó:
Tanto Lambaré como Anahí abrieron la boca de la sorpresa. Chapai se acurrucó por el suelo, en un vano intento de ocultar su miembro ante la vista de Yerutí, mientras reclamaba:
Yerutí giró su cabeza hacia Lambaré. Éste se cubrió el taparrabo al instante y le advirtió:
Anahí solo sonrió y siguió su camino, seguido por el resto. Yerutí siguió reflexionando al respecto, pensando que todavía tenía mucho que aprender sobre su especie y la naturaleza en general.
La charla fue interrumpida cuando escucharon unos gritos de auxilio, lo cual alertó a la joven daimon.
Yerutí aguzó los oídos y exclamó:
Pero Yerutí la ignoró y fue de inmediato a ver qué sucedía, mientras que Anahí y Lambaré se quedaron a vigilar a que el guardián de la oscuridad no escapara.
Por suerte, la joven daimon no tuvo que ir tan lejos porque, a tan solo unos metros de distancia, localizó el origen de los gritos.
Era un daimon salvaje de unas hermosas alas multicolores y unos enormes cuernos rojos que parecían formar un corazón por encima de su coronilla. La criatura cayó en una trampa humana que consistía en una gran red con rocas en sus extremidades y que, por lo que dedujo, cayó hacia arriba para aprisionar a un animal o daimon en el suelo.
Yerutí vigiló que no hubiese ningún humano cerca. Sabía que las tribus humanas poseían distintos estilos de caza. Quizás se tratase de una tribu que priorizaba más la recolección que la cacería, por lo que solo preparaban trampas para llevarse a la bestia que cayese en ella mientras recogían las frutas del bosque. Cuando se cercioró de que el lugar estaba despejado, volvió a fijarse en el daimon atrapado y sintió deseos de ayudarlo, liberarlo y evitar que sufriese el mismo destino que ella y su hermano sufrió.
El daimon dejó de gritar y miró fijamente a Yerutí. Ella solo atinó a tomar una roca y tratar de romper las cuerdas con ella. La tarea fue sencilla gracias a su fuerza natural, por lo que consiguió romper parte de la red y liberar al desdichado. Éste, al verse libre, se abalanzó sobre Yerutí como para atacarla.