El camino hacia el templo del loro sin extremidades fue bastante caótico. Al llevar a un rehén, debían avanzar a pasos lentos para asegurarse de que no escapase ni intentase atacarlos. Y, también, los senderos de suelo firme se fueron embarrando a medida que se acercaban más hacia la unión de los dos grandes ríos de la Selva Guaraní.
Y no solo eso sino que, además, su travesía coincidía justo en pleno verano por lo que, con los charcos de barro que aparecían por el camino, sentían cómo el agua se evaporaba hasta generar un calor húmedo difícil de aguantar. En ocasiones, intentaban darse un chapuzón para refrescarse, pero el agua era tan caliente que los hacía transpirar aún más y siempre terminaban acalorándose.
Al día siguiente, llegaron a una zona cubierta por charcos. La humedad era cada vez más alta y, aunque unas nubes cubrían el cielo, el calor húmedo no se amortiguaba.
Anahí se adelantó unos pasos, cerró los ojos y comenzó a rezar. Luego, se mantuvo en silencio por un minuto para dar este anuncio:
Lambaré enfundó su lanza. Angapovó y Yerutí hicieron sonar sus nudillos. Anahí recolectó sus herramientas cedidas por su padre y siguió caminando, seguida por el grupo. Chapai solo los observó, en silencio.
Unos cúmulos de tierra seca se levantaron delante de la hija del chamán, aunque no duraron mucho tiempo. Así es que comenzaron a caminar lo más rápido posible, sorteando el suelo movedizo, los charcos y los senderos de lodo que se hacían cada vez más grandes.
Llegó un momento en que los árboles se volvieron más escasos, siendo posible ver el cielo cubierto de nubes y sentir aún más la intensidad del calor húmedo.
Al final, pudieron percibir a lo lejos la espectacular unión de los dos grandes ríos que bordeaban la selva Guaraní. La corriente era fuerte e intensa. Los ríos eran tan anchos que apenas se podía percibir la otra orilla. Sin embargo, pudieron apreciar que los colores del agua de cada río eran completamente diferentes. Mientras que el río naciente del norte presentaba un azul intenso, el río naciente del este era un tono grisáceo. Y la parte donde las aguas se unían, formaban una línea divisoria muy llamativa, tanto que no pudieron evitar lanzar un grito de sorpresa.
Esta vez fue Anahí quien retrocedió unos pasos.
La conversación fue interrumpida cuando vieron que, de entre esa línea divisoria de las aguas, se manifestó una figura humanoide muy llamativa. Su piel era de un tono rosáceo y su cabeza poseía una especie de casco hecho con plumas verdes de loro. Parte de sus manos, genitales y pies también estaba cubierta de plumas. Y sus ojos eran de un rojo intenso, con un iris negro bastante amplio que acentuaba aún más el rojo de las córneas.
Yerutí fue directo hacia el guardián del agua sin darle tiempo a Chapai de seguir con su explicación. Tras ella fue Angapovó para apoyarla en su pelea. Anahí y Lambaré permanecieron cerca de su rehén, pero se mantuvieron alertas con sus respectivas armas.
El guardián, al ver que los dos daimones iban directo hacia él, levantó sus brazos e hizo que dos remolinos de agua se levantaran alrededor de ellos, rodeándolos. Anahí, al ver esto, se acercó rápidamente y rogó a los espíritus del agua y la brisa para que los liberaran.
Tras el impacto, Angapovó también logró liberarse, pero quedó al margen de la pelea por haberse tragado demasiada agua mezclada con fragmentos de barro. Anahí se acercó al daimon para ayudarlo a recuperarse, pero, de pronto, el suelo bajo sus pies se transformó en arena movediza y comenzó a hundirlos lentamente.